sábado, 22 de diciembre de 2012

El capitalismo monopolista de Estado, hoy

Identificar el "Estado del bienestar", el keynesianismo, la intervención estatal y similares, con el capitalismo monopolista de Estado es otro de los errores de la intelectualidad pequeñoburguesa reformista, de los revisionistas y los seudomarxistas. El extracto del artículo de Zoltan Zigedy que publicamos a continuación destaca, entre otras cosas, que el mejor representante del capitalismo monopolista de Estado, hoy, es Estados Unidos, que el desarrollo de la fusión del capital monopolista con el Estado burgués se ha profundizado aún con el ascenso del neoliberalismo y que la reducción del gasto público que predican los neoliberales es una reducción selectiva, orientada a destruir los derechos ganados por la clase obrera y el pueblo en educación, salud, seguro social, salarios y compensaciones, etc., mientras se incrementa el peso del gasto destinado a defensa, represión, rescate de corporaciones en bancarrota, etc., en beneficio del capital monopolista. En la presente crisis, se puede apreciar en toda su desnudez el carácter servil del Estado burgés ante el capital monopolista, sacándole las castañas del fuego, y poniendo todo el peso de la crisis en la clase obrera y el pueblo trabajador que tiene que soportar precios altos, bajos salarios, desempleo, tributación, recortes de beneficios. Aunque no estamos de acuerdo con algunos puntos de este y el anterior artículo, ni con las implicancias políticas que de ellos se derivan, los consideramos oportunos para el estudio, el debate y la difusión de la teoría del capitalismo monopolista de Estado.
1. La teoría del capitalismo monopolista de Estado
Junto al de imperialismo, el concepto marxista de capitalismo monopolista de Estado era parte del repertorio intelectual que fue descartado con la desaparición del socialismo europeo en la última década del siglo XX. Los llamados marxistas occidentales –un pequeño grupo de pensadores académicos en los países capitalistas desarrollados, sin partido, sin masa de seguidores y sin raíces en la clase obrera– se apresuraron en desechar cualquier idea relacionada con lo que consideraban la ortodoxia del marxismo soviético y europeo oriental.
En lugar de la ideología anteriormente adoptada por la mayor parte del movimiento comunista internacional, los marxistas occidentales se sintieron libres de enunciar teorías especulativas y fantasiosas para explicar los acontecimientos posteriores a la era soviética. Desde pretenciosas y obtusas explicaciones sobre los imperios de la nueva era hasta postulados cargados de áridos datos sobre un nuevo capitalismo supranacional, los académicos tomaron cada oportunidad y cada cambio socioeconómico cuantitativo como evidencia de una nueva era cualitativamente distinta. Desde manifestaciones antiglobalización hasta movimientos del tipo Robin Hood, como Chiapas, los teóricos de la izquierda occidental vieron presagios de un nuevo movimiento social claramente no comunista, si no anticomunista. El socialismo y el antiimperialismo eran cosa del pasado.
Hoy en día, la mayoría de esos disparates ha sido olvidada. La orgía de descarado despliegue imperialista de los EEUU, desde la caída de la Unión Soviética, es una burla de esas teorías alguna vez de moda. Incluso las figuras del establishment, las organizaciones de estudio de política exterior, los medios de comunicación y los comentaristas televisivos admiten que los EE.UU. operan a nivel internacional como un poder imperial arrogante. Al mismo tiempo, se agudizan las rivalidades interimperialistas entre los EE.UU., la Unión Europea, Rusia, Brasil, India y otros países asiáticos.
Además, el socialismo está una vez más en la agenda popular, con movimientos sociales profundamente arraigados y poderosos en América Central y Sudamérica, manteniéndose o luchando por el poder estatal. Algunos partidos comunistas se han revitalizado y juegan un mayor papel en la vida política de sus respectivos países, aunque desafortunada y notablemente esto no ocurra en los países capitalistas más desarrollados.
Dado el redescubrimiento del imperialismo, tal vez sea hora también de rehabilitar la teoría ampliamente despreciada del capitalismo monopolista de Estado. Al igual que muchas teorías marxistas bien establecidas, el capitalismo monopolista de Estado (CME) surgió de un cuidadoso examen de la amplia tendencia a largo plazo del sistema. Después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo se organizó en torno a varios principios económicos que llevaron a una relativa estabilidad del sistema. La intervención del gobierno, que era un anatema en la era del laissez faire anterior a la Gran Depresión, se convirtió en una herramienta para el restablecimiento de la salud del sistema. Esta intervención tomó muchas formas: la regulación, las obras públicas, el manejo fiscal, la socialización y redistribución de la mayor parte de la renta nacional, el desarrollo de las organizaciones reguladoras supranacionales e incluso un poco de planificación estatal.
Por supuesto, otros también vieron estas tendencias, pero ellos no comprendieron la lógica subyacente de estos acontecimientos. Como Eugen Varga, el perspicaz economista soviético, lo puso hace cuarenta años:
 
“La unión de las dos fuerzas –los monopolios y el Estado– constituye la base del capitalismo monopolista de Estado... La esencia del capitalismo monopolista de Estado es la unión del poder de los monopolios con la del Estado burgués para la consecución de dos objetivos: 1) fortalecer el sistema capitalista... y 2) redistribuir la renta nacional, a través del Estado, en beneficio del capital monopolista”.
 
Desde esta perspectiva, el capital dominante, cuando lo considera necesario, cede parte de su libertad de acción a los órganos de gobierno en aras de un esfuerzo organizado y coordinado para estabilizar y promover el desarrollo capitalista. Al mismo tiempo, el Estado sirve fielmente a la causa y a la rentabilidad del capital monopolista. Como teoría científica, la teoría del CME debe ser considerada con alto nivel de validez: lo más importante es su capacidad para predecir la dirección de la economía capitalista. En 1981, un consenso de economistas políticos soviéticos escribió lo siguiente acerca del capitalismo monopolista de Estado para una entrada de diccionario: 
 
“Algunos de los elementos clave de la fusión de los monopolios y el Estado son las siguientes: la unión personal entre el capital financiero y las instituciones gubernamentales; el soborno de funcionarios del gobierno, las actividades de los partidos burgueses, que en realidad son financiados por los monopolios... La renta nacional se redistribuye principalmente en función de los intereses de la burguesía monopolista a través del sector estatal de la economía. El Estado otorga ciertos privilegios a los monopolios, los exime del pago de impuestos sobre una parte considerable de sus ganancias, y permite la depreciación contable acelerada del capital fijo. Como resultado de ello es el pueblo trabajador el que tiene que soportar la mayor carga de impuestos... El dinero sacado al pueblo bajo la forma de impuestos, contribuciones al seguro social y  préstamos.... es transferido al capital privado mediante créditos preferenciales, subvenciones a la inversión, subsidios estatales, etc. Especialmente grande y en constante aumento en las asignaciones presupuestarias son los gastos anuales en compras y contratos militares... La regulación supra nacional ha crecido... La forma más elevada de regulación monopolista estatal supranacional es la integración económica capitalista... La vida económica se está internacionalizando cada vez más...”.
 
Veinticinco años más tarde, esta exposición del capitalismo monopolista de Estado capta muy bien la lógica del capitalismo en el siglo XXI. La “fusión” del capital monopolista y el Estado ha continuado sin disminución con la corrupción rampante y la propiedad empresarial de los dos partidos, del sistema judicial y de los medios de comunicación a niveles inimaginables. Los gastos militares, de seguridad nacional, de inteligencia, policiales y penales representan una asombrosa parte de los presupuestos del Estado mientras que la infraestructura, el transporte público, la educación y otras de las necesidades populares languidecen. La “internacionalización” de la vida económica –que algunos llaman globalización– se ha acelerado. Y la integración y concentración empresarial han alcanzado niveles sin precedentes.
Lo que es nuevo e imprevisto es no obstante coherente con la teoría del CME. Es evidente que los teóricos comunistas no esperaban la desaparición del socialismo soviético y europa oriental. Sin embargo, la falta de un baluarte internacional contra el imperialismo y el capitalismo sólo han acelerado los procesos atribuidos al capitalismo monopolista de Estado. A pesar de la ausencia de un poderoso bloque socialista percibido como una amenaza militar, el gasto militar crece continuamente, ahora impulsado por una absurda “guerra contra el terror”. La internacionalización (globalización) de la actividad económica explotó en ausencia de alternativa de una comunidad económica socialista. Y libre de competencia ideológica del socialismo real y existente, el Estado cambió drásticamente el peso de los presupuestos del Estado cargándolo sobre el pueblo, mientras que apilaba los beneficios en las empresas: todo se mueve de forma coherente con la teoría del CME y es predecible contrafácticamente a partir de esa teoría (Si la Unión Soviética cae, entonces el capitalismo monopolista de Estado será aún más dominante...).
Además, los teóricos marxistas no anticiparon el ascenso del neoliberalismo, el fanatismo del mercado, la fiebre de privatización y la orgía desregulatoria que  emergió con Thatcher y Reagan, ni anticiparon el éxito de la ultraderecha, aunque Eugen Varga se acercó tentadoramente, al escribir en 1968: 

“En Estados Unidos, donde la burguesía considera su dominio relativamente seguro, se lucha constantemente contra la  ‘interferencia’ del Estado. Las demandas de la extrema derecha del Partido Republicano... son típicas en este sentido. A continuación se presentan algunas de las demandas presentadas por este movimiento:
·         El repudio de toda la legislación social y económica promulgada después de 1932
·         La restricción de los derechos sindicales
·         La promulgación de leyes sobre el derecho al trabajo
·         La abolición de la construcción estatal de vivienda
·         La supresión del impuesto sobre la renta
·         La negativa a firmar acuerdos de desarme con o sin garantías
Esta pandilla fascista exige abiertamente lo que la burguesía monopolista norteamericana sólo se atreve a soñar, a saber, que todos los impuestos sean pagados por la masa de consumidores, que sean abolidas todas las restricciones legales y sindicales sobre la explotación del trabajo y que no se permita nada que pueda obstaculizar la carrera armamentista... No importa lo mucho que algunos monopolios puedan estar en contra de la ‘interferencia’ del Estado, contra el capitalismo monopolista de Estado, no importa lo mucho que puedan burlarse de los funcionarios del Estado, nunca rechazan las órdenes de compra del gobierno, que son un elemento importante en el mecanismo del capitalismo monopolista de Estado.” (“Problemas del capitalismo monopolista de Estado” en Problemas económicos y políticos del capitalismo). 

Varga se anticipa a la crítica vulgar de la teoría del CME que apunta a la retórica ruidosa y decidida de la clase dominante y sus secuaces contra el “gran gobierno”. Si el capitalismo monopolista de Estado prevé un aumento de la participación del gobierno en nombre del monopolio capitalista, entonces ¿por qué los líderes políticos arremeten contra el tamaño del gobierno y el gasto público? Como señala Varga, sus palabras son diferentes de sus obras. Ross Perot puede despotricar contra el gran gobierno, mientras edifica su fortuna con base en contratos gubernamentales. No hay mejor ejemplo de esta hipocresía que el vicepresidente Cheney, paladín del conservadurismo y del gobierno pequeño, quien recibió su vasta riqueza de la Corporación Halliburton, que sólo sobrevive gracias a su relación parasitaria con el gobierno.
Pero también hay que tener cuidado de distinguir el gobierno, en sentido estricto, del Estado. Mientras se aclamaba a Clinton por la reducción del empleo del gobierno, al mismo tiempo, el tamaño de la justicia penal, del complejo judicial penal, se desbordaba (el gasto federal en “justicia” creció un 27,3% entre 1992 y 2000, mientras que la seguridad social se redujo en un 9%, el seguro del ingreso cayó un 17,6%, el gasto en educación se redujo en 23,9%, en administración de veteranos cayó un 11,1%, y en ciencia se redujo en un 24%). Prácticamente toda la bulla asociada con el “gobierno pequeño” se dirige contra los servicios prestados a la clase obrera y a los pobres, y no a las corporaciones, las fuerzas armadas o los órganos de coerción estatal. Estos acontecimientos sólo subrayan el poder de predicción de la teoría del CME.
Así, la agenda neoliberal fue consistente con (si no anticipada por) la teoría del CME, según lo previsto por los teóricos marxistas. Como marco teórico para la comprensión de la evolución del capitalismo, la teoría del CME parece absolverse a sí misma bastante bien. Se busca a lo largo y ancho una teoría que compita con el poder explicativo de la teoría del CME.
2. El capitalismo monopolista de Estado, hoy
En todo caso, la trayectoria histórica del capitalismo desde el desarrollo de la teoría del capitalismo monopolista de Estado (CME) después de la Segunda Guerra Mundial, confirma la relevancia de esta teoría. En otras palabras, el panorama contemporáneo en gran medida valida la teoría. Podemos decir con cierta seguridad que, si bien los teóricos comunistas y soviéticos no pudieron anticipar algunos detalles contingentes, su visión del capitalismo monopolista de Estado en gran medida anticipó el camino del capital monopolista en el siglo XXI.
Muchos críticos se equivocan ingenuamente en no ver a esta fase del capitalismo como un proceso y no como un nivel discreto alcanzado en todas sus manifestaciones. La medida del valor científico de una teoría social reside en su conformidad creciente –con  el paso del tiempo– con las características predichas a partir de sus principios. Por esa razón, esperamos una teoría del movimiento del desarrollo capitalista que revele más y más la fusión y la cohesion del capitalismo monopolista y el Estado, a medida que avanza el capitalismo. Asimismo, esperamos que este “matrimonio” sea cada vez más abierto.
Tal es el caso.
El capitalismo monopolista de hoy está más concentrado que nunca, integrado horizontal y verticalmente. El proceso de integración monopolista ha destruido virtualmente los negocios independientes en la mayoría de los sectores de la economía y ha consolidado a los rivales más grandes en verdaderos oligopolios, con sólo tres o cuatro mega-corporaciones en competencia. Los acuerdos de fusión mundiales han alcanzado un valor de US $ 3,4 billones en 1999, subiendo a US $ 3,79 billones en 2006. Y este proceso continúa vigorosamente. La integración vertical es una nueva característica, que reúne toda la producción como parte del mismo conglomerado o la vincula mediante relaciones financieras comunes o por otro tipo de relaciones de dependencia. Incluso los negocios de “nicho” –que operan al margen de la producción en masa– han sido devorados por las mega-corporaciones. Estas relaciones de subordinación y dependencia sobrepasan las fronteras, creando una red internacional e integrada de gigantes corporativamente organizados.
Los Thomas Friedman y las Cámaras de Comercio invocan el crecimiento de las pequeños negocios y empresas como un ejemplo de contratendencia a la monopolización. Lo que omiten o se niegan a destacar es que casi todas estas nuevas empresas son parásitas de las mega-corporaciones monopolistas. Las firmas de consultoría, los servicios off-shore, las empresas de software, las compañías de transporte, el soporte técnico, etc., existen como proveedores serviles y de bajo costo que satisfacen las necesidades de los monopolios.
Por supuesto, las escisiones de empresas ocurren como contratendencias, pero usualmente se inspiran en maniobras actuariales o antisindicales; en general, se mantiene la misma dependencia o se consigue un nuevo patrón.
El crecimiento y la concentración del poder empresarial monopólico se refleja en una fusión aún mayor con el Estado. Ningún economista soviético podría haber anticipado la dominación y la subordinación completa del Estado al poder monopólico hoy en día, especialmente en los EE.UU., Reino Unido y Japón, con la Unión Europea moviéndose en la misma dirección.
Al mismo tiempo, los economistas soviéticos se sorprenderían por la decadencia y casi desaparición del keynesianismo del Estado del bienestar y el surgimiento del neoliberalismo en el capitalismo monopolista de Estado. Ellos no deberían sorprenderse. Nunca hubo ninguna buena razón para suponer que la dinámica del capitalismo requiere o desea para su desarrollo una cierta responsabilidad social con respecto a las masas, ya sea como consumidores o como empleados. Por el contrario, la idea de impulsar la demanda efectiva mediante el empleo o la asistencia pública sólo fue un desesperado y último intento para salvar el capitalismo y no era intrínseco a la función del capitalismo monopolista de Estado. Tanto la presión de las masas y el ejemplo socialista de una economía orientada a las necesidades humanas sostuvieron al Estado del bienestar, no fue impuesta por la lógica del capital. Como señaló un colega, la desaparición de la comunidad socialista de Europa oriental eliminó “la tercera persona en la mesa de negociación” en el conflicto de clases en Occidente. Por supuesto, el keynesianismo podría renacer como un instrumento de salvación capitalista o como resultado de la amenaza de una alternativa socialista fuerte.
Es difícil imaginar otro Estado que funcione completamente a instancias de una clase socio-económica que el Estado de los propietarios y administradores del capital monopolista. Ciertamente, desde la época del feudalismo, ningún estrato económico ha disfrutado de un dominio total del Estado. Sin embargo, el capital monopolista es inimaginablemente más poderoso y más determinado en todos los aspectos de la vida social que impide hacer cualquier analogía. Pero al igual que en el feudalismo, el Estado funciona para coaccionar, engatusar y engañar a las masas con el fin de servir a los intereses de la clase dominante. El capital monopolista y el Estado moderno juntos moldean casi todos los aspectos del quehacer humano.
Algunos podrían señalar el Estado fascista, una variante extrema del capitalismo, como una expresión de control social más completa, totalitaria. Sin embargo, descontando la coacción brutal, el capital monopolista moderno y su Estado logran el mismo control mediante un consentimiento manipulado y más benévolo.
La joya del Estado capitalista moderno es la democracia burguesa. En todos los países capitalista avanzados –Francia, Alemania, Reino Unido, Italia–, el sistema bipartidista que se ve en los EE.UU. está sustituyendo al sistema parlamentario multipartidista. Cada vez más, los imperativos del capitalismo monopolista de Estado –la corrupción, la financiación empresarial de los principales partidos de la burguesía y la casi total dominación corporativa de los medios de comunicación– han marginado a los partidos tradicionalmente independientes, de tal forma que sólo quedan dos partidos o bloques viables para competir en un estrecho espacio político. Con la enorme concentración de la riqueza, es simplemente imposible para los partidos independientes –partidos fuera de los tentáculos del capital monopolista–, desafiar a los partidos monopolistas en sus propios términos.
Por supuesto, el ejemplo más avanzado de este proceso y de la maduración del capitalismo monopolista de Estado es Estados Unidos. En los EE.UU., el juego de la política es impulsado por los medios de comunicación, que permiten el acceso a esos medios sólo a jugadores con fondos generados privadamente. De ello se desprende, por supuesto, que los que tienen la mayor cantidad de recursos, las corporaciones y sus secuaces ricos, ejercen la mayor influencia en los resultados electorales. Ser candidato a presidente es el privilegio de los ricos. La victoria es la prerrogativa del capital monopolista.
Vale la pena señalar que la lógica del sistema bipartidista genera con el tiempo una identificación ideologica cada vez más estrecha entre los dos contendientes electorales. Esto es, por supuesto, la experiencia del período de posguerra, acelerado inteligentemente con la creciente influencia de las encuestas de opinión. Los partidos compiten por el centro. Por eso, los demócratas se mueven hacia la derecha cuando los republicanos exitosamente siguen un curso hacia la derecha, y los republicanos se inclinan ligeramente hacia la izquierda cuando su suerte cambia como lo ha hecho después de las elecciones intermedias recientes. En todo momento, sin embargo, las diferencias ideológicas se reducen con el fin de ganar el centro.
Antes del predominio del capitalismo monopolista de Estado, los partidos se organizaban en torno a intereses regionales, étnicos y de clase, aunque dentro de un estrecho marco de política pragmática. Estos intereses generaban principios partidarios, sin duda estrechos, corruptos y diluidos, pero suficientes para ser considerados como principios. Por lo menos, los escolares podían recitar los “principios” básicos de los dos partidos. Hoy en día, nadie puede explicar en qué punto son evidentes para todos la posición de los demócratas y el cinismo y el oportunismo de los “valores republicanos conservadores”. El capital monopolista ha convertido la tibia batalla de ideas de antaño en una campaña de marketing donde predomina la personalidad, el personaje observado, la buena relación con las cámaras de televisión. El dominio del capitalismo monopolista de Estado reduce el sistema de dos partidos al de dos alas del mismo partido.
Cuando los especialistas soviéticos escribieron acerca de la unión personal de los monopolios y el Estado, seguramente no imaginaron la perspectiva de dos familias –los Bush y los Clinton– gobernando los EE.UU. muy posiblemente durante veintiocho años consecutivos.
Una gran innovación del pensamiento burgués del siglo XIX fue la idea, la ficción, de que una empresa era una persona con los mismos derechos y deberes de cualquier individuo de carne y hueso. Sin duda esto le dio a la empresa capitalista una gran ventaja sobre sus conciudadanos, ya que contaba infinitamente con más recursos y poder que ellos. Así, las disputas o competencias entre las corporaciones y los individuos se sopesaban fuertemente a favor de las corporaciones. Sin embargo, la empresa pagaba impuestos y cumplía otras obligaciones como cualquier otro ciudadano.
Pero con el advenimiento del capitalismo monopolista de Estado, la empresa moderna es menos un ciudadano ordinario y más un protegido privilegiado del Estado. Mientras que después de la Segunda Guerra Mundial, los impuestos corporativos representaban una parte importante de la recaudación tributaria, ahora es común que las empresas no paguen impuestos en absoluto. De hecho, la tendencia ha cambiado, se ha pasado de corporaciones como principales contribuyentes a corporaciones como contribuyentes negativos. En 1951, los impuestos federales empresariales ascendieron al 6,4% del PIB de los EE.UU., mientras que en 2003, los impuestos empresariales representaron sólo el 1,3% del PIB de EE.UU. Durante casi el mismo período (1950-2003), la participación de las corporaciones en todos los impuestos recaudados se redujo de 26,5% a sólo 7,4%. A principios de la década de 1990, más de 1,500 empresas –con activos superiores a US$ 1 mil millones, en promedio, cada una– ¡no pagaron impuestos federales en absoluto!
Las pérdidas artificiales, los subsidios, los incentivos fiscales, las asociaciones público-privadas y las subvenciones han justificado la acusación de “bienestar empresarial”. Estimaciones realizadas a mediados de 1990 indican que los subsidios federales, estatales y locales equivalen aproximadamente a la mitad de todas las ganancias empresariales después de impuestos. Greg Leroy de Good Job First estima que la exacción corporativa de los subsidios fiscales y subvenciones cuestan al contribuyente a nivel nacional alrededor de US$ 50 mil millones anuales. Sin duda esto revela más una relación íntima entre el Estado y el capital monopolista que una simple ayuda.
El modelo corporativo invade todos los aspectos de la actividad económica. Además de las insidiosas asociaciones público-privadas –el saqueo de los fondos públicos para subsidiar y eliminar el riesgo a las empresas privadas–, el modelo empresarial ha dado lugar a la aparición y al crecimiento explosivo de las organizaciones “sin fines de lucro”. Estas operaciones –esencialmente para eludir impuestos– funcionan no con el objetivo de incrementar las ganancias, sino para expandir “los excedentes de ingresos”, una prestidigitación verbal que, lamentablemente, engaña a muchas personas. Cada vez más la cultura corporativa se apodera de las instituciones públicas que fueron creadas para satisfacer las necesidades de las personas sin importar las ganancias. Los políticos de ambos partidos se esfuerzan por administrar los gobiernos federales, estatales y locales y organismos públicos “como si fueran empresas privadas”, con cargos, incentivos, reducción acelerada de salarios y beneficios de los trabajadores, y mercadeo costoso, autocomplaciente y depredador.
El desarrollo en la Guerra Fría de lo que vino a llamarse el “complejo militar-industrial” llevó las cosas más allá y propuso una versión de ¡socialismo empresarial! Una gran parte del gasto público se destina a las fuerzas armadas y a su compleja red de apoyo y suministro. El nivel del gasto militar no guarda relación con ninguna amenaza real y prosigue a un ritmo ordenado, independientemente de los acontecimientos o las necesidades. En dólares constantes, los gastos del Departamento de Defensa se han mantenido notablemente constantes desde la Guerra de Corea con poca o ninguna disminución en tiempos de paz. Cuando no existe amenaza, se inventa una para seguir alimentando el apetito insaciable del coloso.
Pero el presupuesto del Departamento de Defensa es sólo una parte de la historia: tomando en cuenta los costos humanos de anteriores aventuras militares y los costos financieros del servicio de la deuda contraída en presupuestos anteriores, la organización Friends Committee on National Legislation estima que el 41% del presupuesto federal de 2006 fue destinado a las fuerzas armadas. De 1998 a 2007, el presupuesto del Departamento de Defensa casi se duplicó en dólares constantes. Con las ocupaciones de Afganistán e Irak, el gasto militar relativo supera el gasto de EE.UU. a finales de la Segunda Guerra Mundial.
La fuerza motriz del gasto militar, como es previsible, son las ganancias. El mecanismo es corrupto, no competitivo y con acuerdos contractuales ampliamente despilfarradores. Nada testimonia la fusión del Estado y el capital monopolista más que este saqueo institucionalizado y regular de la riqueza social por el capital monopolista privado. En efecto, el espíritu de Keynes está vivo en este sector de la economía. Según una observación hecha por el líder comunista William Z. Foster en la década de 1950 (“Las dos variantes principales del keynesianismo” en Economía keynesiana: Simposio, Delhi, 1956), los pedidos militares es el método preferido del capitalismo monopolista de Estado para estimular la demanda efectiva, Foster argumentaba: “La variante reaccionaria del keynesianismo estadounidense cuenta con el decisivo respaldo de los más grandes capitalistas… que buscan invertir los perniciosos excedentes de capital mediante el redoblamiento de su esfuerzo imperialista por conquistar los mercados del mundo, y presionando al gobierno para que ejecute enormes inversiones en un programa de economía de guerra”. Este pronóstico de Foster, realizado cincuenta años atrá, ha demostrado ser exacto.
La intervención del Estado en la vida económica bajo el capitalismo monopolista de Estado se realiza en gran parte a instancias y en el interés del capital monopolista. Renombrados rescates –como el de Chrysler Corporation y la industria de las aerolíneas– sirvieron para restaurar los activos de las empresas deudoras, mantener los precios de sus acciones y continuar pagando a los altos ejecutivos. Al mismo tiempo, los recortes masivos de empleos, salarios y beneficios, sirvieron para establecer la competitividad empresarial. Y esto se hace siempre bajo la máscara de salvar el empleo.
La lógica del capitalismo monopolista de Estado invariablemente se mueve hacia una mayor libertad de acción para el capital monopolista. Por lo tanto, la desregulación y la privatización son posibles gracias a la cohesión del capital monopolista con el Estado. Las corporaciones siempre se resisten a la regulación y la supervisión: en el pasado fueron obligadas a ellas. La gran influencia corporativa y una ideología proempresarial casi religiosa han establecido la presunción de que la regulación es mala. Al mismo tiempo, lo que los economistas soviéticos denominaron “supra-regulación” –estructuras internacionales diseñadas para lubricar los rieles del comercio mundial– ha aumentado. Organismos de comercio y pactos, como la OMC, el NAFTA, el GATT, etc. están desempeñando un papel cada vez mayor.
Esta misma presunción de eficiencia y rendimiento empresarial alimenta el impulso por la privatización. A diferencia del pasado, cuando las corporaciones  restaban importancia a cualquier responsabilidad por la educación de la fuerza de trabajo, por la administración, construcción y mantenimiento de la infraestructura, por la seguridad, y por las adjudicaciones al sector público y a los contribuyentes individuales, ahora la empresa monopolista bajo el capitalismo monopolista de Estado tiene la audacia para aprovechar estas funciones con el fin de obtener ganancias privadas. Las actividades federales, estatales y locales son arrancadas como ciruelas maduras. Por supuesto, el contribuyente individual todavía paga la factura. La privatización de las escuelas, las carreteras estatales, los servicios de la ciudad, incluso el servicio militar, eran apenas imaginables antes del ascenso del capitalismo monopolista de Estado. Los antiguos barones industriales estaban muy contentos de que los dejaran solos para acumular ganancias, hoy su prodigio, el capitalismo monopolista de Estado, ve ganancias potenciales en cada actividad.
Aunque el capitalismo monopolista de Estado toca las melodías, necesita una orquesta para ofrecer las armonías suaves. Este servicio es hábilmente proporcionado por un gran “espectáculo”, monopolizado, de gran alcance, con fines de lucro y sumiso. Hoy en día las fronteras entre American Idol y el noticiero nocturno de la cadena ABC son apenas perceptibles.
Tanto la desregulación y la amplia concentración de los medios de comunicación han producido un gigante que ocupa cada vez más el tiempo de ocio de los ciudadanos. Mientras que el capitalismo maduro permitió una importante vida social espontánea y participativa fuera del lugar de trabajo, ahora las masas viven vicariamente –aisladas y centradas en sí mismas–, ante la pantalla de televisión o de un ordenador o en falsos y artificiales rituales masivos de superficial identidad grupal. Mientras que los ecos de una rica cultura de la clase obrera todavía se podían percibir en las actividades grupales después de la Segunda Guerra Mundial, la vida social de hoy es mejor simbolizada por el IPOD. La nostalgia por el mundo perdido de ricas relaciones sociales –barrios, comunidades, equipos deportivos, actividades grupales, etc.– alimenta perversamente la atracción de hipócrita por los “valores familiares” promocionados por los políticos oportunistas e hipócritas.
No hace falta decir que la melodía tocada por el capitalismo monopolista de Estado es hostil al pensamiento independiente y a la resistencia. Los medios de comunicación empresariales imprimen en las masas una forma de vida dominada por el éxito individual, la codicia, las relaciones fáciles y la sumisión al poder. John Howard Lawson, un gran intelectual comunista y escritor de Hollywood incluido en la lista negra, señaló en una ocasión que el arte no puede encontrar ningún lugar para una burguesía heroica. Lamentablemente, un despreciable “burgués” como Donald Trump fascina a una audiencia de televisión enorme en nuestros tiempos.
Las noticias y los comentarios –más esenciales para la democracia auténtica que los detalles formales de las campañas y las elecciones–  han sido reducidos a espectáculos. Los desvaríos superficiales y sensacionalistas dominan el discurso de los medios políticos, mientras que las noticias reflejan una deferencia convencional y servil al poder y a la autoridad. Expresiones orwellianas como “periodista integrado [en las tropas en guerra]”, “daño colateral”, o “terrorista” se han convertido en algo común en los informes de prensa.
A los EE.UU. multi-nacional, el capital monopolista le ofrece un mercado impulsado por la re-segregación de los barrios, las escuelas y los lugares de trabajo de la nación. A pesar de la ausencia de barreras nominales a los avances de la minoría, las zonas urbanas se han convertido en las versiones estadounidenses de los bantustanes sudafricanos racistas, ofreciendo enclaves segregados por el abandono, el desempleo, la pobreza y la inseguridad. Si bien los rostros de las minorías están siempre presentes en la vida pública, la cruel realidad de la mayoría de afro-americanos e hispanos es una existencia similar al apartheid.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los teóricos liberales enfrentaron una crisis: no se suponía que la democracia burguesa produjera un Hitler. La idea de que una figura tan repugnante fuera elegida en 1933, ganara las masas a su programa y ​​mantuviera el poder, desafió la esencia misma de la teoría democrática burguesa. En muchos aspectos, los liberales vieron  a la República de Weimar pre-nazi como un modelo de democracia, con una cultura diversa, una prensa “libre”, múltiples partidos y élites burguesas responsables. Entonces, ¿cómo pudieron fracasar estas condiciones?
Para evitar la conclusión infeliz e indeseada de que el poder monopolista domina y triunfa sobre las instituciones de la democracia burguesa, los liberales políticos produjeron el concepto de totalitarismo. Los partidos totalitarios –como los nazis y los fascistas– rechazan las reglas de la democracia burguesa y superan las salvaguardas a través de la demagogia, la intimidación y la crueldad. Por otra parte, imponen un dominio total –totalitario– sobre sus súbditos, no dejándoles un espacio privado propio. Mientras esquiva las causas profundas del éxito de estos movimientos –la desesperación capitalista contra una izquierda fuerte–, la teoría del totalitarismo aseguraba a los liberales que la teoría democrática burguesa era viable si sólo se suprimieran las fuerzas del totalitarismo. Este movimiento resultó especialmente útil en la Guerra Fría, cuando el movimiento comunista fue estigmatizado con este cargo a pesar de carecer del oscurantismo, el bandolerismo y la xenofobia del fascismo.
Es comprensible que la izquierda, especialmente la izquierda marxista, haya rechazado este concepto. No obstante, puede ser útil para entender el capitalismo monopolista de Estado dándole a la teoría del “totalitarismo” un significado nuevo y más riguroso. Mientras el liberalismo víncula el totalitarismo con una postura política, el término describe mejor un sistema económico que domina totalmente la vida de sus súbditos. El capital monopolista con poder ilimitado ejerce ese poder a través de un Estado completamente fusionado. Gracias al avance continuo de los medios materiales de producción –las nuevas tecnologías–, esta dominación total se logra sin la coerción común entre los regímenes totalitarios de antes. Pero al igual que el orden fascista europeo, el nuevo totalitarismo del capitalismo monopolista de Estado toca y da forma, comercialmente, a todos los aspectos de la vida, desde los costos de nacer hasta los gastos de defunción.
3. Las críticas a la teoría del capitalismo monopolista de Estado
Desde su formulación, la teoría del Capitalismo Monopolista de Estado ha soportado muchas críticas desde fuera del movimiento comunista, la mayoría de los cuales son simplemente desdeñables. Paul Sweezy y Paul Baran, dos marxistas independientes a su estilo, escribieron en su influyente “El capital monopolista”: “... términos como... ‘capitalismo de estado’ y ‘capitalismo monopolista de Estado’ casi inevitablemente llevan la connotación de que el Estado es de alguna manera una fuerza social independiente, en coordinación con la empresa privada... Esto nos parece una visión muy engañosa –en realidad, lo que parecen ser conflictos entre las empresas y el gobierno son reflejos de los conflictos al interior de la clase dominante...” (p.67)
Este argumento simplista, como muchos otros, distorsiona seriamente el enfoque marxista del desarrollo socioeconómico. Ellos comparten estos errores con la mayoría de críticos de izquierda:
1. La visión de Sweezy-Baran es ahistórica, fijando cruda y mecánicamente la situación del Estado en relación con el capitalismo. Algo fundamental para el marxismo es que el Estado fue creado para servir a los intereses de la clase dominante en un momento dado. Pero cómo esa clase ejerce su dominio es algo que depende del equilibrio relativo de fuerzas dispuestas contra ella y de la fuerza y
​​la unidad de la clase dominante. La teoría del CME explica cómo el capitalismo rige el Estado de nuestro tiempo.
2. Sweezy y Baran no reconocen la relación dialéctica entre el capital y el Estado. Ellos erróneamente ven al Estado o como totalmente dependiente o como totalmente independiente del capital, cuando, de hecho, el Estado se desarrolla bajo la influencia del capital monopolista y es moldeada por el capital monopolista. La teoría del CME explica la relación y la trayectoria de esta relación.

3. Escrito desde la percha de los intelectuales públicos, el enfoque Sweezy-Baran niega la influencia de las clases dominadas sobre el Estado. Aunque sin duda dominado por el capitalismo y al servicio de la clase dominante, el Estado no es inmune a la resistencia y combatividad de la clase obrera. Esta resistencia o la falta de ella y el relativo predominio del capitalismo modelan el carácter del Estado. La teoría del CME refleja esta relación hoy. 
4. Escrito en 1960, la posición de Sweezy-Baran no tiene en cuenta cómo el desarrollo de las fuerzas productivas y la mayor monopolización del capital alterarn al Estado. La visión simplista de que el Estado depende del capitalismo, a secas, no permite conocer la bestia del capitalismo del siglo XXI. La teoría del CME, por otro lado, muestra cómo las nuevas tecnologías y la concentración oligárquica generarán una nueva versión de “totalitarismo”.
Otros han criticado a la teoría del CME por muchos pecados, la mayoría de los cuales revela una ausencia de estudio o comprensión reales de la literatura comunista. Un error común es vincularla con una teoría específica de la crisis o de la estrategia revolucionaria. De ese modo, la ausencia de crisis y el fracaso de la revolución ensombrecen la teoría. Pero comprender el capitalismo monopolista de Estado es sólo una condición vital pero no suficiente para pronosticar la crisis y elaborar una estrategia revolucionaria.
Otro error común se deriva de la identificación del capitalismo monopolista de Estado con el Estado del bienestar. De ahí que se piense que el ascenso de los gobiernos de Reagan y Thatcher marcados de neoliberalismo es un claro contraejemplo de la teoría. Como dijimos en la Parte 1, no es necesaria tal identificación ni es necesaria. Que el Estado del bienestar estaba íntima e irreversiblemente vinculado al maniatado capitalismo moderno fue el gran disparate de la socialdemocracia. Y, asimismo, la gran tragedia de los últimos treinta años ha sido creer (o tener la esperanza) que el capitalismo monopolista reconocería que necesitaba el Estado del bienestar para su supervivencia. Demasiado esfuerzo en tratar de convencer al capital monopolista y a sus ungidos agentes políticos, de que un Estado del bienestar humano está en su mejor interés, sobre todo en detrimento de una lucha concertada para resistir su poder y de una lucha por una verdadera economía centrada en el pueblo.
En los últimos años, se ha montado una sutil reprimenda al CME a través de un temor exagerado del fenómeno de la “globalización”. La rápida expansión del comercio mundial, tras el colapso del bloque económico socialista y el avance y crecimiento continuos de las empresas transnacionales, llevó a algunos a creer que la era del Estado-nación estaba siendo eclipsada por una nueva estructura institucional: la corporación supranacional. Según este punto de vista, los Estados se ven disminuidos si no irrelevantes ante la moderna vida social y económica. De hecho, esta visión se opone a la idea leninista del imperialismo, dado que una idea central de la visión de Lenin la constituyen las rivalidades entre los Estados-nación.
Los acontecimientos han refutado completamente esa posición. La llamada “Guerra contra el Terror” ha demostrado ser un retorno claro a la más desnuda agresión imperialista del Estado-nación desde la Segunda Guerra Mundial. Las tensiones sobre los mercados, las monedas y las condiciones comerciales entre los centros imperialistas –Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia, países del Asia, etc.– nos muestra un clásico enfrentamiento entre los Estados-nación y bloques imperialistas. Y los movimientos antiimperialistas, sobre todo en América Central y del Sudamérica, claramente identifican al enemigo como tal, mientras los enfrentan unos contra otros.
Tristemente, algunos en el movimiento comunista se han dejado seducir por la tesis de la “globalización”. Detrás de esta seducción se encuentra la posición débil, reformista, de que el Estado-nación ha sido siempre una especie de árbitro entre los diferentes intereses de clase. Sí, los árbitros se ponen del lado del capital transnacional. Pero esa es, precisamente, la previsión de la teoría del Capitalismo Monopolista de Estado. 
Parafraseando un viejo y siempre citado aforismo de Marx, la clase capitalista hace su propia historia, pero no la hace a su antojo. Sí, la clase domina a través del Estado; pero cómo gobierna está determinada por muchos factores y de vital importancia para aquellos que quieren acabar con esa dominación.
Es un error común entre muchos en la izquierda pensar que el capitalismo monopolista de Estado surgió como un trasplante de corazón a un paciente en estado crítico: la economía mundial. Este punto de vista surge de la vinculación de su aparición con la depresión económica de la década de 1930, las crisis políticas que generaron el fascismo, y el aumento de la intervención del gobierno siguiendo las líneas justificadas por las teorías de John Maynard Keynes. Si bien estos eventos han estimulado muchos acontecimientos que ayudaron a dar forma al mundo de la posguerra, las fuerzas motrices de este periodo fueron los movimientos populares. El crecimiento del gasto público masivo en forma de programas de empleo, bienestar y empresas públicas no se dió a instancias de una clase capitalista desesperada, sino como consecuencia de las demandas de los desempleados, del poderoso proletariado industrial, de los pobres y la izquierda organizada, principalmente los comunistas. Al igual que el fascismo surgió como una respuesta contra un movimiento radical y militante de la clase obrera, el gobierno de Roosevelt trató de aliviar las frustraciones de las masas por temor a programas más radicales. La Segunda Guerra Mundial, con un reclutamiento movilizador de mano de obra y  un gran desarrollo militar, le rompió el espinazo a la depresión en los EE.UU., impulsando una recuperación mundial en la posguerra.
El capitalismo monopolista de Estado no es una medida defensiva por parte del capitalismo en estado de sitio o en crisis, sino una ofensiva masiva impulsada por el enorme crecimiento de la riqueza y el poder del capital monopolista. Mientras que la acumulación cuantitativa de capital se desarrolla en capitalismo monopolista, el crecimiento cuantitativo y la mayor concentración del capital monopolista crean las condiciones para su fusión con el Estado. El poder del capital monopolista y el desarrollo de nuevas tecnologías superan cualquier remanente de independencia relativa del gobierno, de los medios de comunicación, en la educación y la cultura, en pocas palabras, del Estado y todas sus estructuras de apoyo.
 
Fuente: Extraido de "State-Monopoly Capitalism Today" de Zoltan Zigedy, publicado en mltoday.com
Traducido para "Crítica Marxista-Leninista" por Ykv.Pk.
Nota: El artículo no tiene fecha. Del contenido se puede deducir que fue escrito entre el segundo semestre de 2007 y el primer semestre de 2008, cuando Hillary Clinton y Barack Obama disputaban la candidatura presidencial por el Partido Demócrata en EEUU.