Identificar el "Estado del bienestar", el keynesianismo, la intervención estatal y similares, con el capitalismo monopolista de Estado es otro de los errores de la intelectualidad pequeñoburguesa reformista, de los revisionistas y los seudomarxistas. El extracto del artículo de Zoltan Zigedy que publicamos a continuación destaca, entre otras cosas, que el mejor representante del capitalismo monopolista de Estado, hoy, es Estados Unidos, que el desarrollo de la fusión del capital monopolista con el Estado burgués se ha profundizado aún con el ascenso del neoliberalismo y que la reducción del gasto público que predican los neoliberales es una reducción selectiva, orientada a destruir los derechos ganados por la clase obrera y el pueblo en educación, salud, seguro social, salarios y compensaciones, etc., mientras se incrementa el peso del gasto destinado a defensa, represión, rescate de corporaciones en bancarrota, etc., en beneficio del capital monopolista. En la presente crisis, se puede apreciar en toda su desnudez el carácter servil del Estado burgés ante el capital monopolista, sacándole las castañas del fuego, y poniendo todo el peso de la crisis en la clase obrera y el pueblo trabajador que tiene que soportar precios altos, bajos salarios, desempleo, tributación, recortes de beneficios. Aunque no estamos de acuerdo con algunos puntos de este y el anterior artículo, ni con las implicancias políticas que de ellos se derivan, los consideramos oportunos para el estudio, el debate y la difusión de la teoría del capitalismo monopolista de Estado.
1. La teoría del
capitalismo monopolista de Estado
Junto al de imperialismo, el concepto marxista de capitalismo monopolista
de Estado era parte del repertorio intelectual que fue descartado con la
desaparición del socialismo europeo en la última década del siglo XX. Los
llamados marxistas occidentales –un pequeño grupo de pensadores académicos en
los países capitalistas desarrollados, sin partido, sin masa de seguidores y sin
raíces en la clase obrera– se apresuraron en desechar cualquier idea
relacionada con lo que consideraban la ortodoxia del marxismo soviético y europeo
oriental.
En lugar de la ideología anteriormente adoptada por la mayor parte del
movimiento comunista internacional, los marxistas occidentales se sintieron libres
de enunciar teorías especulativas y fantasiosas para explicar los
acontecimientos posteriores a la era soviética. Desde pretenciosas y obtusas
explicaciones sobre los imperios de la nueva era hasta postulados cargados de áridos datos sobre un nuevo capitalismo
supranacional, los académicos tomaron cada oportunidad y cada cambio
socioeconómico cuantitativo como evidencia de una nueva era cualitativamente
distinta. Desde manifestaciones antiglobalización hasta movimientos del tipo
Robin Hood, como Chiapas, los teóricos de la izquierda occidental vieron
presagios de un nuevo movimiento social claramente no comunista, si no anticomunista.
El socialismo y el antiimperialismo eran cosa del pasado.
Hoy en día, la mayoría de esos disparates ha sido olvidada. La orgía de descarado
despliegue imperialista de los EEUU, desde la caída de la Unión Soviética, es
una burla de esas teorías alguna vez de moda. Incluso las figuras del establishment, las organizaciones de
estudio de política exterior, los medios de comunicación y los comentaristas
televisivos admiten que los EE.UU. operan a nivel internacional como un poder
imperial arrogante. Al mismo tiempo, se agudizan las rivalidades
interimperialistas entre los EE.UU., la Unión Europea, Rusia, Brasil, India y
otros países asiáticos.
Además, el socialismo está una vez más en la agenda popular, con
movimientos sociales profundamente arraigados y poderosos en América Central y
Sudamérica, manteniéndose o luchando por el poder estatal. Algunos partidos
comunistas se han revitalizado y juegan un mayor papel en la vida política de
sus respectivos países, aunque desafortunada y notablemente esto no ocurra en
los países capitalistas más desarrollados.
Dado el redescubrimiento del
imperialismo, tal vez sea hora también de rehabilitar la teoría ampliamente
despreciada del capitalismo monopolista de Estado. Al igual que muchas teorías
marxistas bien establecidas, el capitalismo monopolista de Estado (CME) surgió
de un cuidadoso examen de la amplia tendencia a largo plazo del sistema.
Después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo se
organizó en torno a varios principios económicos que llevaron a una relativa
estabilidad del sistema. La intervención del gobierno, que era un anatema en la
era del laissez faire anterior a la Gran
Depresión, se convirtió en una herramienta para el restablecimiento de la salud
del sistema. Esta intervención tomó muchas formas: la regulación, las obras
públicas, el manejo fiscal, la socialización y redistribución de la mayor parte
de la renta nacional, el desarrollo de las organizaciones reguladoras
supranacionales e incluso un poco de planificación estatal.
Por supuesto, otros también vieron estas tendencias, pero ellos no
comprendieron la lógica subyacente de estos acontecimientos. Como Eugen Varga,
el perspicaz economista soviético, lo puso hace cuarenta años:
“La unión de las dos fuerzas –los monopolios y el Estado– constituye la base
del capitalismo monopolista de Estado... La esencia del capitalismo monopolista
de Estado es la unión del poder de los monopolios con la del Estado burgués
para la consecución de dos objetivos: 1) fortalecer el sistema capitalista... y
2) redistribuir la renta nacional, a través del Estado, en beneficio del
capital monopolista”.
Desde esta perspectiva, el capital dominante, cuando lo considera necesario,
cede parte de su libertad de acción a los órganos de gobierno en aras de un
esfuerzo organizado y coordinado para estabilizar y promover el desarrollo
capitalista. Al mismo tiempo, el Estado sirve fielmente a la causa y a la
rentabilidad del capital monopolista. Como teoría científica, la teoría del CME
debe ser considerada con alto nivel de validez: lo más importante es su
capacidad para predecir la dirección de la economía capitalista. En 1981, un
consenso de economistas políticos soviéticos escribió lo siguiente acerca del capitalismo
monopolista de Estado para una entrada de diccionario:
“Algunos de los elementos clave de la fusión de los monopolios y el Estado
son las siguientes: la unión personal entre el capital financiero y las
instituciones gubernamentales; el soborno de funcionarios del gobierno, las
actividades de los partidos burgueses, que en realidad son financiados por los
monopolios... La renta nacional se redistribuye principalmente en función de
los intereses de la burguesía monopolista a través del sector estatal de la
economía. El Estado otorga ciertos privilegios a los monopolios, los exime del
pago de impuestos sobre una parte considerable de sus ganancias, y permite la
depreciación contable acelerada del capital fijo. Como resultado de ello es el
pueblo trabajador el que tiene que soportar la mayor carga de impuestos... El
dinero sacado al pueblo bajo la forma de impuestos, contribuciones al seguro social
y préstamos.... es transferido al
capital privado mediante créditos preferenciales, subvenciones a la inversión,
subsidios estatales, etc. Especialmente grande y en constante aumento en las
asignaciones presupuestarias son los gastos anuales en compras y contratos
militares... La regulación supra nacional ha crecido... La forma más elevada de
regulación monopolista estatal supranacional es la integración económica
capitalista... La vida económica se está internacionalizando cada vez más...”.
Veinticinco años más tarde, esta exposición del capitalismo monopolista de
Estado capta muy bien la lógica del capitalismo en el siglo XXI. La “fusión”
del capital monopolista y el Estado ha continuado sin disminución con la corrupción rampante y la propiedad empresarial
de los dos partidos, del sistema judicial y de los medios de comunicación a
niveles inimaginables. Los gastos militares, de seguridad nacional, de inteligencia,
policiales y penales representan una asombrosa parte de los presupuestos del
Estado mientras que la infraestructura, el transporte público, la educación y
otras de las necesidades populares languidecen. La “internacionalización” de la
vida económica –que algunos llaman globalización– se ha acelerado. Y la integración
y concentración empresarial han alcanzado niveles sin precedentes.
Lo que es nuevo e imprevisto es no obstante coherente con la teoría del CME.
Es evidente que los teóricos comunistas no esperaban la desaparición del
socialismo soviético y europa oriental. Sin embargo, la falta de un baluarte
internacional contra el imperialismo y el capitalismo sólo han acelerado los
procesos atribuidos al capitalismo monopolista de Estado. A pesar de la ausencia
de un poderoso bloque socialista percibido como una amenaza militar, el gasto
militar crece continuamente, ahora impulsado por una absurda “guerra contra el
terror”. La internacionalización (globalización) de la actividad económica
explotó en ausencia de alternativa de una comunidad económica socialista. Y
libre de competencia ideológica del socialismo real y existente, el Estado
cambió drásticamente el peso de los presupuestos del Estado cargándolo sobre el
pueblo, mientras que apilaba los beneficios en las empresas: todo se mueve de
forma coherente con la teoría del CME y es predecible contrafácticamente a
partir de esa teoría (Si la Unión Soviética cae, entonces el capitalismo
monopolista de Estado será aún más dominante...).
Además, los teóricos marxistas no anticiparon el ascenso del neoliberalismo,
el fanatismo del mercado, la fiebre de privatización y la orgía desregulatoria
que emergió con Thatcher y Reagan, ni anticiparon
el éxito de la ultraderecha, aunque Eugen Varga se acercó tentadoramente, al escribir
en 1968:
“En Estados Unidos, donde la burguesía considera su dominio relativamente seguro, se lucha constantemente contra la ‘interferencia’ del Estado. Las demandas de la extrema derecha del Partido Republicano... son típicas en este sentido. A continuación se presentan algunas de las demandas presentadas por este movimiento:
·
El repudio de toda la
legislación social y económica promulgada después de 1932
·
La restricción de los
derechos sindicales
·
La promulgación de leyes
sobre el derecho al trabajo
·
La abolición de la
construcción estatal de vivienda
·
La supresión del impuesto
sobre la renta
·
La negativa a firmar
acuerdos de desarme con o sin garantías
Esta pandilla fascista exige abiertamente lo que la burguesía monopolista
norteamericana sólo se atreve a soñar, a saber, que todos los impuestos sean
pagados por la masa de consumidores, que sean abolidas todas las restricciones
legales y sindicales sobre la explotación del trabajo y que no se permita nada que
pueda obstaculizar la carrera armamentista... No importa lo mucho que algunos monopolios puedan estar en contra de la
‘interferencia’ del Estado, contra el capitalismo monopolista de Estado, no
importa lo mucho que puedan burlarse de los funcionarios del Estado, nunca
rechazan las órdenes de compra del gobierno, que son un elemento importante en
el mecanismo del capitalismo monopolista de Estado.” (“Problemas del capitalismo
monopolista de Estado” en Problemas
económicos y políticos del capitalismo).
Varga se anticipa a la crítica vulgar de la teoría del CME que apunta a la
retórica ruidosa y decidida de la clase dominante y sus secuaces contra el “gran
gobierno”. Si el capitalismo monopolista de Estado prevé un aumento de la
participación del gobierno en nombre del monopolio capitalista, entonces ¿por
qué los líderes políticos arremeten contra el tamaño del gobierno y el gasto
público? Como señala Varga, sus palabras
son diferentes de sus obras. Ross Perot puede despotricar contra el gran gobierno,
mientras edifica su fortuna con base en contratos gubernamentales. No hay mejor
ejemplo de esta hipocresía que el vicepresidente Cheney, paladín del
conservadurismo y del gobierno pequeño, quien recibió su vasta riqueza de la
Corporación Halliburton, que sólo sobrevive gracias a su relación parasitaria
con el gobierno.
Pero también hay que tener cuidado de distinguir el gobierno, en sentido
estricto, del Estado. Mientras se aclamaba a Clinton por la reducción del
empleo del gobierno, al mismo tiempo, el tamaño de la justicia penal, del complejo
judicial penal, se desbordaba (el gasto federal en “justicia” creció un 27,3%
entre 1992 y 2000, mientras que la seguridad social se redujo en un 9%, el
seguro del ingreso cayó un 17,6%, el gasto en educación se redujo en 23,9%, en
administración de veteranos cayó un 11,1%, y en ciencia se redujo en un 24%).
Prácticamente toda la bulla asociada con el “gobierno pequeño” se dirige contra los servicios prestados a la clase
obrera y a los pobres, y no a las
corporaciones, las fuerzas armadas o los órganos de coerción estatal. Estos
acontecimientos sólo subrayan el poder de predicción de la teoría del CME.
Así, la agenda neoliberal fue consistente con (si no anticipada por) la
teoría del CME, según lo previsto por los teóricos marxistas. Como marco
teórico para la comprensión de la evolución del capitalismo, la teoría del CME
parece absolverse a sí misma bastante bien. Se busca a lo largo y ancho una
teoría que compita con el poder explicativo de la teoría del CME.
2. El capitalismo monopolista de Estado, hoy
2. El capitalismo monopolista de Estado, hoy
En todo caso, la trayectoria histórica del capitalismo desde el desarrollo
de la teoría del capitalismo monopolista de Estado (CME) después de la Segunda
Guerra Mundial, confirma la relevancia de esta teoría. En otras palabras, el panorama
contemporáneo en gran medida valida la teoría. Podemos decir con cierta seguridad
que, si bien los teóricos comunistas y soviéticos no pudieron anticipar algunos
detalles contingentes, su visión del capitalismo monopolista de Estado en gran
medida anticipó el camino del capital monopolista en el siglo XXI.
Muchos críticos se equivocan ingenuamente en no ver a esta fase del
capitalismo como un proceso y no como un nivel discreto alcanzado en todas sus
manifestaciones. La medida del valor científico de una teoría social reside en
su conformidad creciente –con el paso
del tiempo– con las características predichas a partir de sus principios. Por esa
razón, esperamos una teoría del movimiento del desarrollo capitalista que revele
más y más la fusión y la cohesion del capitalismo monopolista y el Estado, a
medida que avanza el capitalismo. Asimismo, esperamos que este “matrimonio” sea
cada vez más abierto.
Tal es el caso.
El capitalismo monopolista de hoy está más concentrado que nunca, integrado
horizontal y verticalmente. El proceso de integración monopolista ha destruido
virtualmente los negocios independientes en la mayoría de los sectores de la
economía y ha consolidado a los rivales más grandes en verdaderos oligopolios, con
sólo tres o cuatro mega-corporaciones en competencia. Los acuerdos de fusión
mundiales han alcanzado un valor de US $ 3,4 billones en 1999, subiendo a US $
3,79 billones en 2006. Y este proceso continúa vigorosamente. La integración
vertical es una nueva característica, que reúne toda la producción como parte
del mismo conglomerado o la vincula mediante relaciones financieras comunes o
por otro tipo de relaciones de dependencia. Incluso los negocios de “nicho” –que
operan al margen de la producción en masa– han sido devorados por las
mega-corporaciones. Estas relaciones de subordinación y dependencia sobrepasan
las fronteras, creando una red internacional e integrada de gigantes
corporativamente organizados.
Los Thomas Friedman y las Cámaras de Comercio invocan el crecimiento de las
pequeños negocios y empresas como un ejemplo de contratendencia a la monopolización.
Lo que omiten o se niegan a destacar es que casi todas estas nuevas empresas
son parásitas de las mega-corporaciones
monopolistas. Las firmas de consultoría, los servicios off-shore, las empresas
de software, las compañías de transporte, el soporte técnico, etc., existen
como proveedores serviles y de bajo costo que satisfacen las necesidades de los
monopolios.
Por supuesto, las escisiones de empresas ocurren como contratendencias,
pero usualmente se inspiran en maniobras actuariales o antisindicales; en
general, se mantiene la misma dependencia o se consigue un nuevo patrón.
El crecimiento y la concentración del poder empresarial monopólico se
refleja en una fusión aún mayor con el Estado. Ningún economista soviético podría
haber anticipado la dominación y la subordinación completa del Estado al poder
monopólico hoy en día, especialmente en los EE.UU., Reino Unido y Japón, con la
Unión Europea moviéndose en la misma dirección.
Al mismo tiempo, los economistas soviéticos se sorprenderían por la decadencia
y casi desaparición del keynesianismo del Estado del bienestar y el surgimiento
del neoliberalismo en el capitalismo monopolista de Estado. Ellos no deberían
sorprenderse. Nunca hubo ninguna buena
razón para suponer que la dinámica del capitalismo requiere o desea para su
desarrollo una cierta responsabilidad social con respecto a las masas, ya sea como
consumidores o como empleados. Por el contrario, la idea de impulsar la demanda
efectiva mediante el empleo o la asistencia pública sólo fue un desesperado y
último intento para salvar el capitalismo y no era intrínseco a la función del capitalismo
monopolista de Estado. Tanto la presión de las masas y el ejemplo
socialista de una economía orientada a las necesidades humanas sostuvieron al Estado del bienestar, no
fue impuesta por la lógica del capital. Como señaló un colega, la desaparición
de la comunidad socialista de Europa oriental eliminó “la tercera persona en la
mesa de negociación” en el conflicto de clases en Occidente. Por supuesto, el
keynesianismo podría renacer como un instrumento de salvación capitalista o
como resultado de la amenaza de una alternativa socialista fuerte.
Es difícil imaginar otro Estado que funcione completamente a instancias de
una clase socio-económica que el Estado de los propietarios y administradores
del capital monopolista. Ciertamente, desde la época del feudalismo, ningún estrato
económico ha disfrutado de un dominio total del Estado. Sin embargo, el capital
monopolista es inimaginablemente más poderoso y más determinado en todos los
aspectos de la vida social que impide hacer cualquier analogía. Pero al igual
que en el feudalismo, el Estado funciona para coaccionar, engatusar y engañar a
las masas con el fin de servir a los intereses de la clase dominante. El capital
monopolista y el Estado moderno juntos moldean casi todos los aspectos del
quehacer humano.
Algunos podrían señalar el Estado fascista, una variante extrema del
capitalismo, como una expresión de control social más completa, totalitaria.
Sin embargo, descontando la coacción brutal, el capital monopolista moderno y
su Estado logran el mismo control mediante un consentimiento manipulado y más
benévolo.
La joya del Estado capitalista moderno es la democracia burguesa. En todos
los países capitalista avanzados –Francia, Alemania, Reino Unido, Italia–, el
sistema bipartidista que se ve en los EE.UU. está sustituyendo al sistema
parlamentario multipartidista. Cada vez más, los imperativos del capitalismo
monopolista de Estado –la corrupción, la financiación empresarial de los
principales partidos de la burguesía y la casi total dominación corporativa de
los medios de comunicación– han marginado a los partidos tradicionalmente
independientes, de tal forma que sólo quedan dos partidos o bloques viables
para competir en un estrecho espacio político. Con la enorme concentración de
la riqueza, es simplemente imposible para los partidos independientes –partidos
fuera de los tentáculos del capital monopolista–, desafiar a los partidos monopolistas
en sus propios términos.
Por supuesto, el ejemplo más avanzado de este proceso y de la maduración del
capitalismo monopolista de Estado es Estados Unidos. En los EE.UU., el juego de
la política es impulsado por los medios de comunicación, que permiten el acceso
a esos medios sólo a jugadores con fondos generados privadamente. De ello se
desprende, por supuesto, que los que tienen la mayor cantidad de recursos, las
corporaciones y sus secuaces ricos, ejercen la mayor influencia en los
resultados electorales. Ser candidato a presidente es el privilegio de los
ricos. La victoria es la prerrogativa del capital monopolista.
Vale la pena señalar que la lógica del sistema bipartidista genera con el
tiempo una identificación ideologica cada vez más estrecha entre los dos
contendientes electorales. Esto es, por supuesto, la experiencia del período de
posguerra, acelerado inteligentemente con la creciente influencia de las
encuestas de opinión. Los partidos compiten por el centro. Por eso, los demócratas
se mueven hacia la derecha cuando los republicanos exitosamente siguen un curso
hacia la derecha, y los republicanos se inclinan ligeramente hacia la izquierda
cuando su suerte cambia como lo ha hecho después de las elecciones intermedias
recientes. En todo momento, sin embargo, las diferencias ideológicas se reducen
con el fin de ganar el centro.
Antes del predominio del capitalismo monopolista de Estado, los partidos se
organizaban en torno a intereses regionales, étnicos y de clase, aunque dentro
de un estrecho marco de política pragmática. Estos intereses generaban
principios partidarios, sin duda estrechos, corruptos y diluidos, pero
suficientes para ser considerados como principios. Por lo menos, los escolares podían
recitar los “principios” básicos de los dos partidos. Hoy en día, nadie puede
explicar en qué punto son evidentes para todos la posición de los demócratas y
el cinismo y el oportunismo de los “valores republicanos conservadores”. El
capital monopolista ha convertido la tibia batalla de ideas de antaño en una
campaña de marketing donde predomina la personalidad, el personaje observado,
la buena relación con las cámaras de televisión. El dominio del capitalismo monopolista
de Estado reduce el sistema de dos partidos al de dos alas del mismo partido.
Cuando los especialistas soviéticos escribieron acerca de la unión personal
de los monopolios y el Estado, seguramente no imaginaron la perspectiva de dos
familias –los Bush y los Clinton– gobernando los EE.UU. muy posiblemente durante
veintiocho años consecutivos.
Una gran innovación del pensamiento burgués del siglo XIX fue la idea, la ficción,
de que una empresa era una persona con los mismos derechos y deberes de
cualquier individuo de carne y hueso. Sin duda esto le dio a la empresa
capitalista una gran ventaja sobre sus conciudadanos, ya que contaba
infinitamente con más recursos y poder que ellos. Así, las disputas o competencias
entre las corporaciones y los individuos se sopesaban fuertemente a favor de
las corporaciones. Sin embargo, la empresa pagaba impuestos y cumplía otras
obligaciones como cualquier otro ciudadano.
Pero con el advenimiento del capitalismo monopolista de Estado, la empresa moderna
es menos un ciudadano ordinario y más un protegido privilegiado del Estado. Mientras
que después de la Segunda Guerra Mundial, los impuestos corporativos representaban
una parte importante de la recaudación tributaria, ahora es común que las
empresas no paguen impuestos en absoluto. De hecho, la tendencia ha cambiado,
se ha pasado de corporaciones como principales contribuyentes a corporaciones
como contribuyentes negativos. En 1951, los impuestos federales empresariales ascendieron
al 6,4% del PIB de los EE.UU., mientras que en 2003, los impuestos empresariales
representaron sólo el 1,3% del PIB de EE.UU. Durante casi el mismo período
(1950-2003), la participación de las corporaciones en todos los impuestos
recaudados se redujo de 26,5% a sólo 7,4%. A principios de la década de 1990,
más de 1,500 empresas –con activos superiores a US$ 1 mil millones, en
promedio, cada una– ¡no pagaron impuestos federales en absoluto!
Las pérdidas artificiales, los subsidios, los incentivos fiscales, las
asociaciones público-privadas y las subvenciones han justificado la acusación de
“bienestar empresarial”. Estimaciones realizadas a mediados de 1990 indican que
los subsidios federales, estatales y locales equivalen aproximadamente a la
mitad de todas las ganancias empresariales después de impuestos. Greg Leroy de Good Job First estima que la exacción corporativa
de los subsidios fiscales y subvenciones cuestan al contribuyente a nivel
nacional alrededor de US$ 50 mil millones anuales. Sin duda esto revela más una
relación íntima entre el Estado y el capital monopolista que una simple ayuda.
El modelo corporativo invade todos los aspectos de la actividad económica.
Además de las insidiosas asociaciones público-privadas –el saqueo de los fondos
públicos para subsidiar y eliminar el riesgo a las empresas privadas–, el
modelo empresarial ha dado lugar a la aparición y al crecimiento explosivo de las
organizaciones “sin fines de lucro”. Estas operaciones –esencialmente para
eludir impuestos– funcionan no con el objetivo de incrementar las ganancias,
sino para expandir “los excedentes de ingresos”, una prestidigitación verbal
que, lamentablemente, engaña a muchas personas. Cada vez más la cultura
corporativa se apodera de las instituciones públicas que fueron creadas para
satisfacer las necesidades de las personas sin importar las ganancias. Los
políticos de ambos partidos se esfuerzan por administrar los gobiernos federales,
estatales y locales y organismos públicos “como si fueran empresas privadas”,
con cargos, incentivos, reducción acelerada de salarios y beneficios de los
trabajadores, y mercadeo costoso, autocomplaciente y depredador.
El desarrollo en la Guerra Fría de lo que vino a llamarse el “complejo
militar-industrial” llevó las cosas más allá y propuso una versión de ¡socialismo
empresarial! Una gran parte del gasto público se destina a las fuerzas armadas
y a su compleja red de apoyo y suministro. El nivel del gasto militar no guarda
relación con ninguna amenaza real y prosigue a un ritmo ordenado,
independientemente de los acontecimientos o las necesidades. En dólares
constantes, los gastos del Departamento de Defensa se han mantenido notablemente
constantes desde la Guerra de Corea con poca o ninguna disminución en tiempos
de paz. Cuando no existe amenaza, se inventa una para seguir alimentando el
apetito insaciable del coloso.
Pero el presupuesto del Departamento de Defensa es sólo una parte de la
historia: tomando en cuenta los costos humanos de anteriores aventuras
militares y los costos financieros del servicio de la deuda contraída en
presupuestos anteriores, la organización Friends
Committee on National Legislation estima que el 41% del presupuesto federal
de 2006 fue destinado a las fuerzas armadas. De 1998 a 2007, el presupuesto del
Departamento de Defensa casi se duplicó en dólares constantes. Con las
ocupaciones de Afganistán e Irak, el gasto militar relativo supera el gasto de
EE.UU. a finales de la Segunda Guerra Mundial.
La fuerza motriz del gasto militar, como es previsible, son las ganancias.
El mecanismo es corrupto, no competitivo y con acuerdos contractuales
ampliamente despilfarradores. Nada testimonia la fusión del Estado y el capital
monopolista más que este saqueo institucionalizado y regular de la riqueza
social por el capital monopolista privado. En efecto, el espíritu de Keynes está vivo en este sector de la economía. Según
una observación hecha por el líder comunista William Z. Foster en la década de 1950
(“Las dos variantes principales del keynesianismo” en Economía keynesiana: Simposio, Delhi, 1956), los pedidos militares
es el método preferido del capitalismo
monopolista de Estado para estimular la demanda efectiva, Foster argumentaba:
“La variante reaccionaria del keynesianismo estadounidense cuenta con el decisivo
respaldo de los más grandes capitalistas… que buscan invertir los perniciosos excedentes
de capital mediante el redoblamiento de su esfuerzo imperialista por conquistar
los mercados del mundo, y presionando al gobierno para que ejecute enormes
inversiones en un programa de economía de guerra”. Este pronóstico de Foster, realizado
cincuenta años atrá, ha demostrado ser exacto.
La intervención del Estado en la vida económica bajo el capitalismo
monopolista de Estado se realiza en gran parte a instancias y en el interés del
capital monopolista. Renombrados rescates –como el de Chrysler Corporation y la
industria de las aerolíneas– sirvieron para restaurar los activos de las
empresas deudoras, mantener los precios de sus acciones y continuar pagando a
los altos ejecutivos. Al mismo tiempo, los recortes masivos de empleos,
salarios y beneficios, sirvieron para establecer la competitividad empresarial.
Y esto se hace siempre bajo la máscara de salvar el empleo.
La lógica del capitalismo monopolista de Estado invariablemente se mueve
hacia una mayor libertad de acción para el capital monopolista. Por lo tanto,
la desregulación y la privatización son posibles gracias a la cohesión del
capital monopolista con el Estado. Las corporaciones siempre se resisten a la
regulación y la supervisión: en el pasado fueron obligadas a ellas. La gran influencia
corporativa y una ideología proempresarial casi religiosa han establecido la
presunción de que la regulación es mala. Al mismo tiempo, lo que los
economistas soviéticos denominaron “supra-regulación” –estructuras internacionales
diseñadas para lubricar los rieles del comercio mundial– ha aumentado.
Organismos de comercio y pactos, como la OMC, el NAFTA, el GATT, etc. están
desempeñando un papel cada vez mayor.
Esta misma presunción de eficiencia y rendimiento empresarial alimenta el
impulso por la privatización. A diferencia del pasado, cuando las
corporaciones restaban importancia a
cualquier responsabilidad por la educación de la fuerza de trabajo, por la administración,
construcción y mantenimiento de la infraestructura, por la seguridad, y por las
adjudicaciones al sector público y a los contribuyentes individuales, ahora la
empresa monopolista bajo el capitalismo monopolista de Estado tiene la audacia para
aprovechar estas funciones con el fin de obtener ganancias privadas. Las actividades
federales, estatales y locales son arrancadas como ciruelas maduras. Por
supuesto, el contribuyente individual todavía paga la factura. La privatización
de las escuelas, las carreteras estatales, los servicios de la ciudad, incluso
el servicio militar, eran apenas imaginables antes del ascenso del capitalismo
monopolista de Estado. Los antiguos barones industriales estaban muy contentos de
que los dejaran solos para acumular ganancias, hoy su prodigio, el capitalismo
monopolista de Estado, ve ganancias potenciales en cada actividad.
Aunque el capitalismo monopolista de Estado toca las melodías, necesita una
orquesta para ofrecer las armonías suaves. Este servicio es hábilmente
proporcionado por un gran “espectáculo”, monopolizado, de gran alcance, con
fines de lucro y sumiso. Hoy en día las fronteras entre American Idol y el noticiero nocturno de la cadena ABC son apenas
perceptibles.
Tanto la desregulación y la amplia concentración de los medios de
comunicación han producido un gigante que ocupa cada vez más el tiempo de ocio
de los ciudadanos. Mientras que el capitalismo maduro permitió una importante
vida social espontánea y participativa fuera del lugar de trabajo, ahora las
masas viven vicariamente –aisladas y centradas en sí mismas–, ante la pantalla
de televisión o de un ordenador o en falsos y artificiales rituales masivos de superficial
identidad grupal. Mientras que los ecos de una rica cultura de la clase obrera todavía
se podían percibir en las actividades grupales después de la Segunda Guerra
Mundial, la vida social de hoy es mejor simbolizada por el IPOD. La nostalgia
por el mundo perdido de ricas relaciones sociales –barrios, comunidades, equipos
deportivos, actividades grupales, etc.– alimenta perversamente la atracción de
hipócrita por los “valores familiares” promocionados por los políticos
oportunistas e hipócritas.
No hace falta decir que la melodía tocada por el capitalismo monopolista de
Estado es hostil al pensamiento independiente y a la resistencia. Los medios de
comunicación empresariales imprimen en las masas una forma de vida dominada por
el éxito individual, la codicia, las relaciones fáciles y la sumisión al poder.
John Howard Lawson, un gran intelectual comunista y escritor de Hollywood incluido
en la lista negra, señaló en una ocasión que el arte no puede encontrar ningún
lugar para una burguesía heroica. Lamentablemente, un despreciable “burgués”
como Donald Trump fascina a una audiencia de televisión enorme en nuestros
tiempos.
Las noticias y los comentarios –más esenciales para la democracia auténtica
que los detalles formales de las campañas y las elecciones– han sido reducidos a espectáculos. Los
desvaríos superficiales y sensacionalistas dominan el discurso de los medios
políticos, mientras que las noticias reflejan una deferencia convencional y
servil al poder y a la autoridad. Expresiones orwellianas como “periodista integrado
[en las tropas en guerra]”, “daño colateral”, o “terrorista” se han convertido
en algo común en los informes de prensa.
A los EE.UU. multi-nacional, el capital monopolista le ofrece un mercado
impulsado por la re-segregación de los barrios, las escuelas y los lugares de
trabajo de la nación. A pesar de la ausencia de barreras nominales a los
avances de la minoría, las zonas urbanas se han convertido en las versiones
estadounidenses de los bantustanes sudafricanos racistas, ofreciendo enclaves
segregados por el abandono, el desempleo, la pobreza y la inseguridad. Si bien los
rostros de las minorías están siempre presentes en la vida pública, la cruel
realidad de la mayoría de afro-americanos e hispanos es una existencia similar
al apartheid.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los teóricos liberales enfrentaron
una crisis: no se suponía que la democracia burguesa produjera un Hitler. La
idea de que una figura tan repugnante fuera elegida en 1933, ganara las masas a
su programa y mantuviera el poder, desafió la esencia misma de la
teoría democrática burguesa. En muchos aspectos, los liberales vieron a la República de Weimar pre-nazi como un
modelo de democracia, con una cultura diversa, una prensa “libre”, múltiples
partidos y élites burguesas responsables. Entonces, ¿cómo pudieron fracasar estas
condiciones?
Para evitar la conclusión infeliz e indeseada de que el poder monopolista
domina y triunfa sobre las instituciones de la democracia burguesa, los liberales
políticos produjeron el concepto de totalitarismo. Los partidos totalitarios –como
los nazis y los fascistas– rechazan las reglas de la democracia burguesa y
superan las salvaguardas a través de la demagogia, la intimidación y la crueldad.
Por otra parte, imponen un dominio total –totalitario– sobre sus súbditos, no dejándoles
un espacio privado propio. Mientras esquiva las causas profundas del éxito de
estos movimientos –la desesperación capitalista contra una izquierda fuerte–, la
teoría del totalitarismo aseguraba a los liberales que la teoría democrática
burguesa era viable si sólo se suprimieran las fuerzas del totalitarismo. Este
movimiento resultó especialmente útil en la Guerra Fría, cuando el movimiento
comunista fue estigmatizado con este cargo a pesar de carecer del oscurantismo,
el bandolerismo y la xenofobia del fascismo.
Es comprensible que la izquierda, especialmente la izquierda marxista, haya
rechazado este concepto. No obstante, puede ser útil para entender el capitalismo
monopolista de Estado dándole a la teoría del “totalitarismo” un significado
nuevo y más riguroso. Mientras el liberalismo víncula el totalitarismo con una
postura política, el término describe mejor un sistema económico que domina
totalmente la vida de sus súbditos. El capital monopolista con poder ilimitado ejerce
ese poder a través de un Estado completamente fusionado. Gracias al avance
continuo de los medios materiales de producción –las nuevas tecnologías–, esta
dominación total se logra sin la coerción común entre los regímenes totalitarios
de antes. Pero al igual que el orden fascista europeo, el nuevo totalitarismo
del capitalismo monopolista de Estado toca y da forma, comercialmente, a todos
los aspectos de la vida, desde los costos de nacer hasta los gastos de
defunción.
3. Las críticas a la teoría del capitalismo monopolista de Estado
3. Las críticas a la teoría del capitalismo monopolista de Estado
Desde su formulación, la teoría del Capitalismo Monopolista
de Estado ha soportado muchas críticas desde fuera del movimiento comunista, la
mayoría de los cuales son simplemente desdeñables. Paul Sweezy y Paul Baran, dos
marxistas independientes a su estilo, escribieron en su influyente “El capital monopolista”: “... términos
como... ‘capitalismo de estado’ y ‘capitalismo monopolista de Estado’ casi
inevitablemente llevan la connotación de que el Estado es de alguna manera una
fuerza social independiente, en coordinación con la empresa privada... Esto nos
parece una visión muy engañosa –en realidad, lo que parecen ser conflictos
entre las empresas y el gobierno son reflejos de los conflictos al interior de
la clase dominante...” (p.67)
Este argumento simplista, como muchos otros, distorsiona
seriamente el enfoque marxista del desarrollo socioeconómico. Ellos comparten estos
errores con la mayoría de críticos de izquierda:
1. La visión de Sweezy-Baran es ahistórica, fijando cruda y mecánicamente la situación del Estado en relación con el capitalismo. Algo fundamental para el marxismo es que el Estado fue creado para servir a los intereses de la clase dominante en un momento dado. Pero cómo esa clase ejerce su dominio es algo que depende del equilibrio relativo de fuerzas dispuestas contra ella y de la fuerza y la unidad de la clase dominante. La teoría del CME explica cómo el capitalismo rige el Estado de nuestro tiempo.
2. Sweezy y Baran no reconocen la relación dialéctica entre el capital y el Estado. Ellos erróneamente ven al Estado o como totalmente dependiente o como totalmente independiente del capital, cuando, de hecho, el Estado se desarrolla bajo la influencia del capital monopolista y es moldeada por el capital monopolista. La teoría del CME explica la relación y la trayectoria de esta relación.
3. Escrito desde la percha de los intelectuales públicos, el enfoque Sweezy-Baran niega la influencia de las clases dominadas sobre el Estado. Aunque sin duda dominado por el capitalismo y al servicio de la clase dominante, el Estado no es inmune a la resistencia y combatividad de la clase obrera. Esta resistencia o la falta de ella y el relativo predominio del capitalismo modelan el carácter del Estado. La teoría del CME refleja esta relación hoy.
1. La visión de Sweezy-Baran es ahistórica, fijando cruda y mecánicamente la situación del Estado en relación con el capitalismo. Algo fundamental para el marxismo es que el Estado fue creado para servir a los intereses de la clase dominante en un momento dado. Pero cómo esa clase ejerce su dominio es algo que depende del equilibrio relativo de fuerzas dispuestas contra ella y de la fuerza y la unidad de la clase dominante. La teoría del CME explica cómo el capitalismo rige el Estado de nuestro tiempo.
2. Sweezy y Baran no reconocen la relación dialéctica entre el capital y el Estado. Ellos erróneamente ven al Estado o como totalmente dependiente o como totalmente independiente del capital, cuando, de hecho, el Estado se desarrolla bajo la influencia del capital monopolista y es moldeada por el capital monopolista. La teoría del CME explica la relación y la trayectoria de esta relación.
3. Escrito desde la percha de los intelectuales públicos, el enfoque Sweezy-Baran niega la influencia de las clases dominadas sobre el Estado. Aunque sin duda dominado por el capitalismo y al servicio de la clase dominante, el Estado no es inmune a la resistencia y combatividad de la clase obrera. Esta resistencia o la falta de ella y el relativo predominio del capitalismo modelan el carácter del Estado. La teoría del CME refleja esta relación hoy.
4. Escrito en 1960, la posición de Sweezy-Baran no tiene en cuenta cómo el
desarrollo de las fuerzas productivas y la mayor monopolización del capital alterarn
al Estado. La visión simplista de que el Estado depende del capitalismo, a
secas, no permite conocer la bestia
del capitalismo del siglo XXI. La teoría del CME, por otro lado, muestra cómo
las nuevas tecnologías y la concentración oligárquica generarán una nueva
versión de “totalitarismo”.
Otros han criticado a la teoría del CME por muchos
pecados, la mayoría de los cuales revela una ausencia de estudio o comprensión reales
de la literatura comunista. Un error común es vincularla con una teoría
específica de la crisis o de la estrategia revolucionaria. De ese modo, la
ausencia de crisis y el fracaso de la revolución ensombrecen la teoría. Pero comprender
el capitalismo monopolista de Estado es sólo una condición vital pero no
suficiente para pronosticar la crisis y elaborar una estrategia revolucionaria.
Otro
error común se deriva de la identificación del capitalismo monopolista de
Estado con el Estado del bienestar. De ahí que se piense que el ascenso de los gobiernos de Reagan y Thatcher
marcados de neoliberalismo es un claro contraejemplo de la teoría. Como dijimos
en la Parte 1, no es necesaria tal identificación ni es necesaria. Que el
Estado del bienestar estaba íntima e irreversiblemente vinculado al maniatado
capitalismo moderno fue el gran disparate
de la socialdemocracia. Y, asimismo, la gran tragedia de los últimos
treinta años ha sido creer (o tener la esperanza) que el capitalismo monopolista
reconocería que necesitaba el Estado del bienestar para su supervivencia.
Demasiado esfuerzo en tratar de convencer al capital monopolista y a sus ungidos
agentes políticos, de que un Estado del bienestar humano está en su mejor
interés, sobre todo en detrimento de una lucha concertada para resistir su
poder y de una lucha por una verdadera economía centrada en el pueblo.
En los últimos años, se ha montado una sutil reprimenda al
CME a través de un temor exagerado del fenómeno de la “globalización”. La rápida
expansión del comercio mundial, tras el colapso del bloque económico socialista
y el avance y crecimiento continuos de las empresas transnacionales, llevó a
algunos a creer que la era del Estado-nación estaba siendo eclipsada por una
nueva estructura institucional: la corporación supranacional. Según este punto
de vista, los Estados se ven disminuidos si no irrelevantes ante la moderna vida
social y económica. De hecho, esta visión se opone a la idea leninista del
imperialismo, dado que una idea central de la visión de Lenin la constituyen
las rivalidades entre los Estados-nación.
Los acontecimientos han refutado completamente esa
posición. La llamada “Guerra contra el Terror” ha demostrado ser un retorno claro
a la más desnuda agresión imperialista del Estado-nación desde la Segunda
Guerra Mundial. Las tensiones sobre los mercados, las monedas y las condiciones
comerciales entre los centros imperialistas –Estados Unidos, la Unión Europea,
Rusia, países del Asia, etc.– nos muestra un clásico enfrentamiento entre los
Estados-nación y bloques imperialistas. Y los movimientos antiimperialistas,
sobre todo en América Central y del Sudamérica, claramente identifican al
enemigo como tal, mientras los enfrentan unos contra otros.
Tristemente, algunos en el movimiento comunista se han
dejado seducir por la tesis de la “globalización”. Detrás de esta seducción se
encuentra la posición débil, reformista, de que el Estado-nación ha sido
siempre una especie de árbitro entre los diferentes intereses de clase. Sí, los
árbitros se ponen del lado del capital transnacional. Pero esa es,
precisamente, la previsión de la teoría del Capitalismo Monopolista de Estado.
Parafraseando un viejo y siempre citado aforismo de Marx,
la clase capitalista hace su propia historia, pero no la hace a su antojo. Sí,
la clase domina a través del Estado; pero cómo gobierna está determinada por
muchos factores y de vital importancia para aquellos que quieren acabar con esa
dominación.
Es un error común entre muchos en la izquierda pensar que
el capitalismo monopolista de Estado surgió como un trasplante de corazón a un
paciente en estado crítico: la economía mundial. Este punto de vista surge de
la vinculación de su aparición con la depresión económica de la década de 1930,
las crisis políticas que generaron el fascismo, y el aumento de la intervención
del gobierno siguiendo las líneas justificadas por las teorías de John Maynard
Keynes. Si bien estos eventos han estimulado muchos acontecimientos que
ayudaron a dar forma al mundo de la posguerra, las fuerzas motrices de este periodo
fueron los movimientos populares. El crecimiento del gasto público masivo en
forma de programas de empleo, bienestar y empresas públicas no se dió a
instancias de una clase capitalista desesperada, sino como consecuencia de las
demandas de los desempleados, del poderoso proletariado industrial, de los
pobres y la izquierda organizada, principalmente los comunistas. Al igual que
el fascismo surgió como una respuesta contra un movimiento radical y militante
de la clase obrera, el gobierno de Roosevelt trató de aliviar las frustraciones
de las masas por temor a programas más radicales. La Segunda Guerra Mundial, con
un reclutamiento movilizador de mano de obra y
un gran desarrollo militar, le rompió el espinazo a la depresión en los
EE.UU., impulsando una recuperación mundial en la posguerra.
El capitalismo monopolista de Estado no es una medida
defensiva por parte del capitalismo en estado de sitio o en crisis, sino una
ofensiva masiva impulsada por el enorme crecimiento de la riqueza y el poder
del capital monopolista. Mientras que la acumulación cuantitativa de capital se
desarrolla en capitalismo monopolista, el crecimiento cuantitativo y la mayor
concentración del capital monopolista crean las condiciones para su fusión con
el Estado. El poder del capital monopolista y el desarrollo de nuevas
tecnologías superan cualquier remanente de independencia relativa del gobierno,
de los medios de comunicación, en la educación y la cultura, en pocas palabras,
del Estado y todas sus estructuras de apoyo.
Fuente: Extraido de "State-Monopoly Capitalism Today" de Zoltan Zigedy, publicado en mltoday.com
Traducido para "Crítica Marxista-Leninista" por Ykv.Pk.
Nota: El artículo no tiene fecha. Del contenido se puede deducir que fue escrito entre el segundo semestre de 2007 y el primer semestre de 2008, cuando Hillary Clinton y Barack Obama disputaban la candidatura presidencial por el Partido Demócrata en EEUU.