Cuando se desató esta última crisis del capitalismo, hasta la intelectualidad y los economistas burgueses tuvieron que recurrir a "El capital" de Marx para encontrar una explicación sobre sus orígenes y consecuencias, convirtiendo esa obra en un best-seller. Igualmente, ante el fracaso de las "teorías" burguesas y seudomarxistas que trataron de explicar las características del capitalismo moderno, las "nuevas condiciones" del imperialismo o el surgimiento de un "neoimperialismo", "imperios", etc., nuevamente se tiene que recurrir a Lenin y su estudio del imperialismo para explicar los "nuevos fenómenos" de la economía y política actuales. El concepto de capitalismo monopolista de Estado fue uno de los conceptos criticados y abandonados porque supuestamente no reflejaban acertadamente el desarrollo del imperialismo. Como veremos en los artículos que publicaremos, su vigencia es asombrosa y su utilidad para explicar los acontecimientos de la actualidad invalorable. El artículo escrito por I. Kouzmínov que ofrecemos hoy, fue publicado en 1948; los lectores podrán sacar sus propias conclusiones sobre la actualidad de su contenido.
El Estado capitalista, según la definición de Stalin, es una institución
destinada a organizar la defensa del país y a organizar la defensa del “orden”,
así como un aparato para recaudar impuestos. En cuanto a la economía
propiamente dicha, ésta tiene poco que ver con el Estado capitalista y no se
encuentra en sus manos. Por el contrario, es el Estado el que se encuentra en
manos de la economía capitalista.
Esta fórmula clásica define la esencia de la relación que hay, en los
países capitalistas, entre el Estado y la economía. El capitalismo monopolista
de Estado no es sino una sumisión absoluta del Estado burgués a la economía
capitalista, y, por tanto, a los monopolios, y no al contrario. Es la compenetración
cada vez más completa del Estado y de los monopolios, en fin, la dictadura de
los monopolistas más poderosos.
La Segunda Guerra Mundial llevó al capitalismo monopolista de Estado a un
grado extraordinario de desarrollo en los principales países capitalistas, en
Estados Unidos e Inglaterra. El fortalecimiento de la reacción en los Estados
Unidos y la ofensiva lanzada por los monopolios contra los derechos y las
condiciones de vida de la clase obrera se tradujeron directamente en la fusión
sin precedentes del poder político con los monopolios y la sumisión del primero
a los intereses de los últimos.
El imperialismo, según el camarada Stalin, se caracteriza por el poder
absoluto de los trusts y las corporaciones monopolistas, de los bancos y de la
oligarquía financiera en los países industriales. Por eso, el desarrollo del
capitalismo monopolista de Estado viene alcanzando su más alto grado en la
actual época histórica, en la época de la crisis general del capitalismo.
Nacimiento y desarrollo
Los factores que contribuyen a ello, ante
todo, son la rápida concentración
de la producción y la centralización del
capital, determinantes de la monopolización. En todos los sectores clave de la producción, los monopolios más
fuertes se aseguran el dominio absoluto, a la vez que disminuye la cantidad de monopolios importantes en cada sector.
Por otra parte, el desarrollo del capitalismo
monopolista de Estado, en la época de
la crisis general
del capitalismo, se acelera con la
agudización de las contradicciones inherentes al
capitalismo; la lucha por los
mercados, las materias primas y las esferas de influencia se hace más ardua, intensificando
cada vez más ásperamente la contradicción
entre los grupos monopolistas de los diferentes países.
Por supuesto, como observó Lenin, la creación de monopolios es
perfectamente realizable incluso utilizando medios de lucha puramente
económicos. Sin embargo, los monopolios –escribió Lenin– no se limitan sólo a
los medios económicos, sino que recurren también constantemente a los medios
políticos e incluso a los procesos judiciales. Eliminan a sus competidores no
sólo en el mercado interno sino también en el mercado externo. Solamente la
posesión de un territorio les ofrece seguridad frente a los competidores. Por
ese motivo, los grupos monopolistas utilizan cada vez más ampliamente los
medios políticos a escala internacional, arrastrando tras de sí al Estado en su
lucha por los mercados, por las materia primas y por las esferas de influencia.
Cuando el mundo ya está dividido, este recurso a los medios políticos se
transforma en guerras mundiales.
Las guerras mundiales, a su vez, aceleran considerablemente el desarrollo
del capitalismo monopolista de Estado. En ese sentido, decía Lenin, hablando de
la Primera Guerra Mundial: la guerra hace lo que no se hace en 25 años.
Sin embargo, la guerra no es el único factor favorable al desarrollo del
capitalismo monopolista de Estado, aunque sea el factor más poderoso. Además de
la guerra, hay otros factores, característicos de la crisis general del
capitalismo.
La crisis general del capitalismo se caracteriza por una agudización sin
precedentes de la contradicción entre el crecimiento de las posibilidades de
producción y la reducción relativa del poder adquisitivo de las masas
trabajadoras. El carácter anárquico de la producción se agrava. Aparece el
desempleo masivo y crónico, la utilización de los capitales se revela
insuficiente y se desatan crisis económicas más y más destructoras. Fue así que
la crisis de superproducción de 1929 a 1933 trajo consigo la caída de la
producción, que en el mundo capitalista en su conjunto llegó a 44%, habiéndose
registrado porcentajes mayores en algunos países.
Esas crisis anárquicas, el desempleo y la miseria de las masas obreras y
campesinas asustaron a los dueños del mundo capitalista y provocaron que temieran
por la suerte de la misma base del mundo capitalista. De ahí provinieron sus
deseos de recurrir a la colaboración del aparato del Estado burgués, a fin de
atenuar las contradicciones más agudas de la economía capitalista y poner sobre
las espaldas de los trabajadores todo el peso de la crisis.
El desarrollo de los monopolios significa una mayor explotación de los
trabajadores, una ofensiva contra su nivel de vida y, en general, una política
reaccionaria. Esto, a su vez, provoca una resistencia creciente de la clase
obrera y de todos los trabajadores, y conduce a una lucha más enérgica contra
el capital. Los monopolios, por su parte, para reprimir al movimiento
revolucionario y al movimiento de liberación nacional en las colonias, recurren
más extensamente aún al aparato del Estado.
En su libro “El Estado y la revolución”, Lenin escribía: “El
imperialismo, la época del capital bancario, de los gigantescos monopolios
capitalistas y de la transformación gradual del capitalismo monopolista en
capitalismo monopolista de Estado, revela sobre todo un fortalecimiento
extraordinario de la ‘maquina del Estado’, una expansión sin precedentes de su
aparato burocrático-militar, en función del reforzamiento de las represalias
contra el proletariado tanto en los países monárquicos como en los países
libres; el ejército y la marina son fortalecidos de forma extraordinaria, no
sólo en función de la lucha imperialista por una nueva repartición del mundo y
de la lucha contra el movimiento de liberación de los pueblos coloniales, sino
también a fin de reprimir al movimiento revolucionario en el interior de los
propios países”. El aparato policial se expande y comienza a intervenir
incesantemente en las cuestiones de la producción, al punto de confundirse
muchas veces con la administración de las fábricas. La propia dirección de las
empresas toma frecuentemente un carácter policial. Ejemplo: la Alemania
fascista, donde el régimen policial del trabajo forzado fue aplicado en las
empresas de manera más acabada.
El Estado burgués procura desarticular a los sindicatos, a fin de desarmar
a la clase obrera. A este respecto es muy significativa la ley norteamericana
Taft-Hartley.
Sin embargo, en la época de la crisis general, el capitalismo ya no comprende
a toda la economía mundial. Si la ruptura del frente único del imperialismo, es
decir, la separación de Rusia del sistema capitalista mundial, fue el resultado
más importante de la Primera Guerra Mundial, la separación, del sistema
imperialista, de varios países del centro y del sudeste de Europa fue el
resultado de la Segunda Guerra Mundial. Se formaron dos campos: de un lado, el
del imperialismo y la reacción; del otro, el del socialismo y la democracia. Dado
que la sola existencia de la Unión Soviética y las nuevas democracias es
suficiente para insuflar en las masas trabajadoras de todos los países el
espíritu de lucha contra el capital monopolista, la fracción dominante se apresta
febrilmente a tomar en sus manos la máquina del Estado y, ante todo, de los
órganos centrales de poder; se adueña de la política exterior e interna y toma
enteramente bajo su control el ejército, la marina, el aparato policial, y
también la propaganda ideológica.
El control de los
monopolios sobre el aparato de gobierno
La primera premisa del capitalismo monopolista de Estado, esto es, de la
sumisión absoluta del Estado burgués al capitalismo, es el dominio económico de
los monopolios en el interior del país.
El capitalismo monopolista de Estado surge cuando la concentración de la
producción y la monopolización alcanzan un determinado nivel. Tomemos el ejemplo
de Alemania. La Primera Guerra Mundial había acelerado el desarrollo de los
monopolios alemanes. Desde esa época, la concentración de la producción y la
centralización del capital habían alcanzado una gran amplitud. Ese proceso
continuó con la inflación y más tarde, durante la crisis económica de 1929 a
1933, creó la base para un rápido desarrollo de todas las formas de asociación
monopolista.
Algunos grandes trusts y consorcios tuvieron, desde entonces, el papel
decisivo en las principales ramas de la producción. En la siderurgia fue el
Trust del Acero el que monopolizó más de la mitad de la producción total de los
metales ferrosos. La industria química era dominada por el trust “I. G.
Farbenindustrie”, cuyo capital sobrepasaba la mitad de todos los capitales invertidos
en ese sector. Ciertos productos (colorantes, carburante sintético, etc.) eran enteramente
monopolizados por la “I. G. Farbenindustrie”. En la industria electrotécnica, dos monopolios
—A.E.G. y Siemens— asumieron el papel dominante y representaban, solamente ellos,
más del 80% de toda la producción de ese sector. El 76% de toda la producción
de hulla era controlado, de 1929 a 1930, por el “Sindicato Renano del Carbón”. La
Sociedad Anónima Renana-Westfaliana representaba el 72% de toda la producción
de la energía eléctrica.
Como se ve, el proceso de monopolización estaba tan avanzado en Alemania
que cada una de las ramas esenciales de la producción era dominada por uno o dos
monopolios. Los reyes de las diferentes ramas de la economía, ligados unos a
otros por participaciones mutuas, formaban el núcleo de la oligarquía financiera
que controlaba toda la economía alemana. En vísperas de la toma del poder por los
hitleristas, en Alemania había cerca de veinte grandes industriales y banqueros
que eran los verdaderos dueños del país.
En los Estados Unidos, la concentración de la producción y la centralización
del capital, así como la subsecuente monopolización, se aceleraron entre las dos
guerras, principalmente como resultado de la crisis económica de 1929 a 1933. En
vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el grueso de la producción industrial en
los Estados Unidos estaba monopolizado, en casi todos los sectores, por las
grandes compañías, en un promedio de cuatro en cada rama de la producción. El 58%
de todos los productos alimenticios, el 62% de toda la producción de las industrias
de la madera, del papel y del petróleo, el 95% de la industria del caucho y de
máquinas eran controlados, en cada uno de esos sectores, por cuatro grandes
compañías.
La industria era entonces dirigida por 200 de las mayores corporaciones, cuyos
capitales alcanzaban a cerca de 70 mil millones de dólares, o sea cerca del 45%
de los capitales de todas las sociedades no financieras. Pero el verdadero dominio
sobre la industria era ejercido por un círculo aún más estrecho de grandes
industriales y financistas, entre los cuales se encontraban principalmente
Rockefeller, Morgan, Dupont de Nemours, Mellon, Vanderbilt y Ford [1].
La Segunda Guerra Mundial dio un nuevo y poderoso impulso al proceso de
concentración y al crecimiento de los monopolios. Las lucrativas órdenes de
compra militares y las ganancias extraordinarias beneficiaron principalmente a
los grandes monopolios. Según las cifras oficiales, las órdenes de compra
militares registradas por los diversos departamentos del gobierno norteamericano,
realizadas a 18,539 firmas, entre junio de 1940 y setiembre de 1944, sobrepasaron
la cantidad de 175 mil millones de dólares. Sin embargo, las 100 corporaciones
más grandes fueron las que recibieron la parte del león de ese monto: 117 mil
millones de dólares, o sea el 67% del total. Se podría suponer que las grandes
corporaciones trasladaron a las pequeñas firmas una parte considerable de esos pedidos.
Sin embargo, una investigación sobre las 252 corporaciones más grandes demostró,
en 1943, que ellas sólo trasladaron a otras empresas el 34% de los pedidos originales,
esto es, un tercio, dividido de la siguiente manera: 17,5% pasó a otras grandes
firmas, y solamente 24,5% a las pequeñas.
En definitiva, las grandes firmas atendieron el 70% del total de los
pedidos, y las pequeñas sólo el 30% [2]. El grueso de las
gigantescas ganancias de la guerra fluyó, de este modo, hacia los grandes
monopolios.
La guerra no sólo tuvo como resultado un nuevo fortalecimiento de los
grandes monopolios, también provocó la ruina de miles de pequeñas empresas. Sólo en la industria
manufacturera, cerca de 120,000 pequeñas firmas cerraron sus puertas durante la
guerra. Por esa razón aumentó la preponderancia de las grandes empresas en el
total de la producción. En 1939, en la industria manufacturera, las pequeñas
empresas, es decir, las empresas de menos de 500 obreros, empleaban al 51,7% del
total de obreros; en 1944, empleaban solamente al 38,1% [3].
Debido a este rápido progreso de monopolización, el círculo de los
detentores del poder económico se estrechó aún más.
El progreso de la concentración de la producción y de la centralización del
capital puso las bases de la dominación de los monopolios en el campo político.
La lucha por las palancas del control del Estado y por la posesión de tal o cual
puesto en la administración del Estado se vuelve cada vez más intensa entre los
grandes monopolistas. Simultáneamente, los monopolios dominantes, en su
conjunto, intentan el asalto cada vez más pleno del aparato del Estado, que
someten a sus deseos y que quieren identificar con su propia existencia. Es
precisamente esta fusión del Estado burgués con los monopolios, asociados entre
sí, lo que caracteriza, según Lenin, el capitalismo monopolista de Estado.
En los países burgueses, los monopolios capitalistas no controlan sólo la actividad
de los gobernantes, sino que deciden su composición. En la época del
imperialismo, son las grandes sociedades financieras las que determinan la
composición de los gobiernos y los que controlan sus actividades. Quién no
sabe, escribía Stalin, que en ninguna potencia capitalista puede formarse un
gabinete contra la voluntad de los grandes lobos financieros; basta ejercer una
presión financiera para que los ministros sean expulsados de sus puestos, como
fulminados por un rayo. Ese es el verdadero control del gobierno, el control por
parte de los bancos, y no el supuesto control por parte de los parlamentos.
Un ejemplo típico: Estados
Unidos
Ese poder absoluto de los monopolios, el papel decisivo que tienen en la
formación del grupo político dirigente y el control que ejercen sobre su actividad,
pueden ser observados durante todo el devenir de la historia reciente de los
Estados Unidos. El libro de Ferdinand Lundberg, “Las 60 familias americanas” [4], presenta un gran
número de ejemplos ilustrativos de los diferentes procesos que los monopolios
utilizan para controlar el aparato de poder político y su actividad. Los
presidentes de los Estados Unidos, expone Lundberg, son, por regla general, las
criaturas, y, para hablar con propiedad, los instrumentos de un pequeño grupo
de monopolistas. Theodore Roosevelt fue una criatura de Morgan; Taft una
criatura de Rockefeller. El presidente Mac Kinley fue un instrumento de la “Standard
Oil” y de algunas otras compañías. Es imposible —observa Lundberg— entrar en la
Casa Blanca sin el consentimiento de las familias dominantes.
Ferdinand Lundberg notaba, ya en 1938, que, aunque inmiscuyéndose en los asuntos
políticos, los monopolistas preferían mantenerse en la sombra y actuar a través
de personas, intermediarios, sus procuradores y hombres de confianza. Eran estos
últimos los que entraban al gobierno, ocupaban los puestos diplomáticos más
importantes y tenían la mayor influencia sobre los partidos políticos. Desde
que el impulso del capital financiero internacional —escribía Lundberg— confirió
una importancia vital a ciertos puestos diplomáticos… casi todos los embajadores
en Londres, Paris, Tokio, Berlín, Roma, etc., fueron hombres de confianza de
Morgan, Rockefeller, Mellon y otros magnates de las finanzas. En la mayoría de
los casos, la presión no era ejercida de manera directa y abierta, sino por medio
de maniobras ocultas: corrupción, financiamiento de las elecciones, chantajes,
etc.
Tal era la situación de los Estados Unidos antes de la Segunda Guerra Mundial.
Durante y después de la guerra, habiendo aumentado el poder de los monopolios
americanos, se acentuó entonces su intromisión en los asuntos del Estado. Actualmente,
sus representantes penetran abiertamente en los más importantes sectores del
aparato central del Estado. En el gobierno de Truman, todos los puestos de control
son acaparados por los lobos industriales y financieros. Harriman, Snyder,
Forrestal, Simington y otros ministros norteamericanos son grandes personajes
de Wall Street.
Según escribe Walton en la revista New
Republic, los banqueros, que ya dominan numerosos sectores del gobierno de
Truman, pudieron, finalmente, penetrar también en el Departamento de Estado. Y
tuvieron tanto éxito que consiguieron imponer su propia política exterior reaccionaria
y agresiva. En el Departamento de Estado, como en las representaciones
diplomáticas en el extranjero, los principales puestos se hallan ahora directamente
ocupados por los grandes financistas del mundo de los monopolios. Así, Lovett,
socio de la firma “Brown Brothers and Harriman”, es subsecretario de Estado, y
Saltzman, antiguo vicepresidente de la Bolsa de New York, es adjunto de este
último; Douglas, presidente del consejo de administración de la gran sociedad
de seguros “Mutual Life Insurance”, es embajador en Londres; Grady, presidente
de una gran compañía de navegación, es embajador en la India, el banquero neoyorquino
Griffith es embajador en Polonia, etc.
El acaparamiento de los principales puestos gubernamentales por los
monopolistas es acompañado, según Walton, por una eliminación implacable, hasta
en los menores puestos, de los funcionarios gubernamentales que apoyaron el “New
Deal” de Roosevelt. Esto, prácticamente, equivale a una fusión más completa de
los órganos de poder político con los monopolios, a una voluntad más resuelta del
capitalismo monopolista de los Estados Unidos de establecer abiertamente su
dominación política.
El acaparamiento de la
renta nacional por los monopolios
En apariencia, el desarrollo del capitalismo monopolista de Estado se presenta
como una intervención del Estado en la economía para “controlarla” y “coordinarla”.
En las condiciones del imperialismo, el Estado burgués oprime a las masas
trabajadoras y recauda, bajo la forma de impuestos, considerables medios financieros.
Pero sólo los gasta en interés exclusivo de la capa dominante de monopolistas. La
opresión tributaria se convierte, de esta forma, en un medio suplementario de
explotación de los trabajadores y de enriquecimiento para los monopolios. Mediante
el subterfugio presupuestario, el aumento de los impuestos permite al Estado
capitalista concentrar en sus manos, en ciertos periodos y principalmente en tiempos
de guerra, una parte importante de la renta nacional. De esta forma, en los
Estados Unidos, los ingresos tributarios aumentaron ocho veces, de 1940 a 1945.
Gracias a ese aumento brutal de los impuestos, duplicado por la emisión de
empréstitos internos, el gobierno americano tuvo la posibilidad de gastar,
durante la guerra, con cargo al presupuesto, más de 50% de la renta nacional
[5].
Pero no es sólo en tiempos de guerra que una parte tan elevada de la renta nacional
es puesta en manos del Estado. Caracterizándose los Estados imperialistas por la
expansión de su militarismo, sus presupuestos militares permanecen, en la época
de la crisis general del capitalismo, muy elevados, incluso en “tiempos de paz”,
paz relativa durante la cual se desatan guerras coloniales y su represión, y cuando
se reinicia la preparación de nuevas guerras mundiales.
De este modo, en la Alemania fascista, los gastos se elevaron a 13,5 mil
millones de marcos en 1937, a 25 mil millones en 1938, y a 30 mil millones en
1939, es decir, 19%, 31,2% e 33,3% de la renta nacional, respectivamente.
En cuanto a los Estados Unidos, el presupuesto militar de 1947-48 se elevó
a 11 mil millones de dólares, o sea 34% de los gastos totales, equivalentes a once
veces el total del periodo 1937-1938. El proyecto de presupuesto 1948-49, sometido
por Truman al Congreso, prevé, bajo el título de gastos militares, la misma suma
de 11 mil millones de dólares. Pero prevé, además de eso, un gasto de siete mil
millones de dólares para lo que se denomina, en el respectivo rubro, “asuntos
internacionales y financiamiento”, esto es, para el apoyo militar a los
satélites de los Estados Unidos y el avasallamiento de otros países. En total, eso
representa el 46% de todos los gastos presupuestales.
La parte más importante del presupuesto militar se destina a la compra de
armamento y de piezas de equipamiento para las fuerzas armadas y las bases
militares, así como al financiamiento de las empresas privadas que suministran
las órdenes de compra del Estado. En 1944, por ejemplo, Estados Unidos gastó, en
esos rubros, 55,6 mil millones de dólares, o sea el 61% de todos los gastos
militares del Estado [6]. Gracias a este uso de los recursos presupuestales,
el Estado puede garantizar enormes ganancias a los monopolios. Él “regula” los
salarios y “estabiliza” el mercado de trabajo, promulgando leyes contra las huelgas
e instaurando, en las empresas, un régimen de trabajo forzado. Los monopolistas
nada tienen que objetar contra tal “regulación”, que les asegura resultados y
ganancias, subsidios y concesiones, al mismo tiempo que el apoyo del Estado
para una explotación siempre creciente de la clase obrera y de todos los trabajadores
en general.
Otra parte del presupuesto militar de un Estado burgués es destinada a la construcción
de fortificaciones y otras obras de objetivo militar, así como de fábricas de
armamento del Estado. Durante la guerra, de 1941 a 1945, el Estado norteamericano
gastó en esas obras de construcción 29,3 mil millones de dólares, de los cuales
15,5 mil millones se destinaron a la construcción y el equipamiento de empresas
industriales [7]. En cuanto a los reyes de la industria, ellos se
sintieron poco inclinados a invertir capitales durante la guerra, temiendo no
poder utilizar las nuevas instalaciones después del fin de las hostilidades.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la participación de las inversiones privadas
en la industria no sobrepasó del 20%; en consecuencia, el Estado aportó el 80%
de todos los capitales invertidos en la construcción y en el equipamiento de las
empresas industriales privadas. Así queda demostrado que el Estado capitalista,
al mismo tiempo que asegura a los monopolios ganancias elevadas, toma para sí
todo el riesgo de las nuevas inversiones.
Durante la guerra, las inversiones del Estado “regulan” la reproducción del
capital en detrimento de los trabajadores y en interés de los monopolios. Sin
embargo, también después de la guerra se produce el mismo fenómeno, esta vez el
Estado cede a los monopolios, a precio vil, una gran cantidad de sus empresas. En
los Estados Unidos eso fue lo que sucedió, tanto después de la Segunda Guerra Mundial
como después de la Primera. Antes de finalizar del conflicto, ya el gobierno norteamericano
había tomado la decisión de vender o alquilar sus empresas “no indispensables desde
el punto de vista militar”. Más tarde, varias grandes empresas del Estado fueron
vendidas a los monopolistas. La gran planta metalúrgica de Ginebra, en el estado
de Utah, que costó 191 mil millones de dólares al Estado, fue vendida a “United
States Steel Corporation” por 47,5 mil millones, o sea, por un cuarto de su
valor. La sociedad “National Tube” compró en 4,8 millones de dólares equipamiento
valorizado en 12 millones, instalado a costas del Estado en la fábrica de la
sociedad Harry.
Las nacionalizaciones y su
“duración”
Asimismo, cuando un Estado burgués nacionaliza, a veces, ciertos bancos, ciertas
empresas o ramas de la industria, esas nacionalizaciones nunca se hacen en
detrimento de los monopolistas, sino, al contrario, en interés de ellos. Esas
nacionalizaciones no afectan las relaciones de propiedad y no lesionan los
intereses de los propietarios, que reciben una generosa recompensa, como, por ejemplo,
en Inglaterra. La mayoría de las veces, nacionalizan los sectores que ya no aseguran
beneficios compensadores o trabajan a pérdida. Tal fue el caso de la industria
hullera inglesa, en el que el gobierno laborista, fue en auxilio de los reyes del
carbón inglés, les salvó los capitales y los liberó de la necesidad de renovar
el envejecido equipamiento de las minas.
No es solamente en tiempos de guerra que ciertas empresas o partes de
empresas se vuelven propiedad del Estado. Eso también se produce en otras
épocas críticas para los países capitalistas. La operación se ve facilitada por
la propia forma de las sociedades por acciones. Así, durante la crisis económica
de 1929 a 1933, el gobierno alemán salvó de la bancarrota a los grandes
banqueros y plutócratas, comprándoles importantes lotes de acciones de sus
trusts y sociedades: Trust del Acero, Dresdner Bank, Deutsche Bank,
Kommerzienbank, Agencias Marítimas Hapag, Norddeutscher Lloyd, etc. Algunas
empresas, como en el sector de transportes, son a veces nacionalizadas por el
Estado capitalista por motivos estratégicos.
Nada podría demostrar mejor la estricta subordinación de las nacionalizaciones
a los intereses de los monopolios en los países burgueses, que las
restituciones frecuentes de las empresas nacionalizadas a sus antiguos propietarios,
restituciones que se efectúan apenas desaparecen las razones iniciales de la
nacionalización. Se procede, entonces, pura y simplemente, al retorno a la
propiedad privada. Tal fue el caso, en Alemania, después del ascenso de Hitler
al poder. El Estado fascista devolvió a los monopolios importantes lotes de acciones
del Trust del Acero, del Deutsche Bank y de algunas otras firmas, que el Estado
compró durante la crisis económica. Pasada la crisis, ya no existiendo la
necesidad de “nacionalizar”, el Estado burgués procede a la desnacionalización.
Sean cuales fueran sus formas, la “regulación” de la economía por el Estado
en el régimen capitalista tiene por finalidad, invariablemente, la satisfacción
de los intereses de los monopolistas y, en consecuencia, una fusión cada vez más
estrecha del Estado con los monopolios. Los organismos de “regulación” y “control”
son un medio bastante cómodo para conseguir la contribución del aparato del
Estado, con vistas a aumentar las ganancias de los monopolistas.
La fusión del aparato del Estado con los monopolios se traduce en el asalto
de los monopolistas a los cargos dirigentes de los principales organismos “reguladores”
creados por el Estado, y, por otro lado, en la participación del Estado en la
administración de los trusts, las sociedades por acciones, etc. Así, en los
Estados Unidos, la persona colocada al frente del “Departamento de Dirección de
la Industria”, creado en 1941, no fue otra sino el presidente del trust del
automóvil “General Motors”, Knudsen; la dirección de los servicios esenciales
de ese departamento fue confiada a Stettinius, presidente del Trust del Acero,
a Biggers, presidente de la Compañía Ferroviaria “Chicago, Berlington e Quincey”,
a los representantes de Rockefeller, de Morgan, de Mellon y de otros monopolios.
Entre el personal de ese departamento se contaba, a principios de 1942, con nada
menos que 255 personas que sólo recibían un salario simbólico —1 dólar por año—
y 631 personas que no recibían ningún salario. Los jefes o representantes de los
diferentes trusts y grandes compañías no tenían, evidentemente, necesidad de “salario”.
Se creó, de esa manera, una situación que el periodista norteamericano
Stone caracteriza en los siguientes términos: Cuando el gobierno deseaba
adquirir equipos eléctricos, calzados o caucho, en la mayoría de las veces tenía el dudoso placer de hacerlo a través
de una persona del mismo sector de la industria, cuando no de la propia firma,
con la que el Estado iba a tratar [8].
La captura de los organismos oficiales de la economía de guerra permitía a los monopolistas poner a sus empresas
en las mejores condiciones para explotar la coyuntura de la guerra y realizar las
mayores ganancias posibles.
Sin duda, los grandes monopolistas ocuparon cargos en el propio corazón del
aparato del Estado en razón de su calificación “profesional”. Así, Werlin, director
del mayor consorcio alemán de la industria automovilística, “Daimler-Benz”, fue
nombrado inspector general de los autotransportes alemanes. Los hitleristas tienen,
ciertamente, derecho al título de precursores de la realización de la “unión personal”,
es decir, de la fusión de las funciones de jefe de empresa y de funcionario del
Estado. En la economía, el “Fuhrer-prinzip”
fue aplicado a toda a escala. No sólo en las grandes empresas industriales,
sino de forma general en todas las plantas y en todas las oficinas, el
empresario tenía el título de “fuhrer”
lo que le confería plenos poderes como representante del Estado.
Veamos un ejemplo sorprendente que muestra hasta qué punto podía llegar,
durante la guerra, la fusión del aparato del Estado con el de los monopolios: el
presidente del trust inglés “Imperial Chemical”, Mac Gowen, declaró en la Cámara
de Comercio de Glasgow, a principios de 1944, que 2,500 personas pertenecientes
a la dirección de ese trust estaban, en aquella época, contratadas al servicio
del Estado. Evidentemente, Mac Gowen juzgó necesario, al mismo tiempo, acentuar
que esa situación no era de forma alguna determinada por el deseo del trust de
influir, de acuerdo a sus intereses particulares, en los servicios del gobierno,
sino “únicamente por la imposibilidad en que se hallaba el gobierno de encontrar,
fuera de las grandes firmas, personas que poseyeran la capacidad y la experiencia
necesarias para dirigir grandes operaciones”.
La colusión “socialista”
con los monopolios
El desarrollo del capitalismo monopolista de Estado surge, así, como la fusión
del Estado y los monopolios, con la subordinación cada vez más plena del Estado
a la economía, esto es, a los monopolios. En los países imperialistas, el
Estado moderno es el órgano de un puñado de monopolistas que dominan tanto la
economía como la política. Ese Estado es el representante y el instrumento
dócil de los monopolistas.
Los ideólogos de la burguesía tratan de encubrir, por medio de toda suerte
de “teorías” falaces, la naturaleza de la capacidad del Estado imperialista, en
sus acciones internas y externas. Sostienen que el Estado burgués representa
los intereses de todo el pueblo, que ejerce su acción en favor de las masas
populares, que la “regulación” y la “planificación” le permiten poner fin a la
anarquía capitalista y eliminar las taras inherentes al sistema capitalista.
Son los seudosocialistas de la II Internacional los que pregonaron y pregonan
aún esas “teorías” con el mayor celo. Durante la Primera Guerra Mundial, los
lacayos del imperialismo en el campo de la socialdemocracia austro-alemana eran
unánimes en jactarse del capitalismo monopolista de Estado alemán y en
interpretarlo como un “socialismo de guerra” o un “socialismo de Estado”. Presentaban
al Estado imperialista alemán como un instrumento capaz de realizar la “reforma
socialista”. “El propio Gobierno —escribía entonces Lensch— es obligado a poner
fin al libre juego de las fuerzas capitalistas, interviniendo profundamente en
la vida económica, fijando un techo a los precios, procurando regular la producción
y el consumo… Qué otro nombre, si no el de socialismo, se puede, en principio,
dar a tal organización de la vida económica, que sustituye la anarquía
capitalista en interés de la comunidad?” [9].
El mismo punto de vista fue sostenido por Karl Renner y otros socialchovinistas.
Lenin expresó el siguiente juicio sobre las declaraciones de los seudosocialistas
alemanes de la época de la Primera Guerra Mundial:
“¿Qué es el
Estado? Es la organización de la clase dominante —por ejemplo, en Alemania, la
organización de los junkers y de los capitalistas. De ahí se desprende que aquello
que los Plejánov alemanes (Scheidemann, Lensch, etc.) llaman “socialismo de
guerra” es, en realidad, el capitalismo de guerra monopolista de Estado, o, más
simplemente y más claramente, las galeras militares para los obreros, la protección
militar de las ganancias para los capitalistas… El error más difundido es la
afirmación burguesa reformista que sostiene que el capitalismo monopolista o el
capitalismo monopolista de Estado ya no es más capitalismo, que puede ser llamado
“socialismo de Estado” y así sucesivamente”.
Con el paso del tiempo, el desarrollo del capitalismo monopolista de Estado
siguió siendo enmascarado con declamaciones sobre el “socialismo”. Se sabe que los
fascistas alemanes pretendían edificar nada más y nada menos que el socialismo,
y se llamaban a sí mismos “nacional-socialistas”. En realidad, el “socialismo”
fascista no era sino el capitalismo monopolista de Estado en su forma más
agresiva, y los hitleristas no eran sino los perros guardianes de los
monopolistas alemanes. Hoy, el capitalismo monopolista de Estado inglés enarbola,
también, la bandera del socialismo.
En realidad, los laboristas ingleses que asumen el gobierno del Estado ejecutan
la voluntad de los imperialistas ingleses y norteamericanos; construyen con sus
propias manos el edificio del capitalismo monopolista de Estado inglés. Por
supuesto que ellos tampoco se inhiben de “digresiones teóricas”. Eso explica el
barullo que la prensa inglesa hace en torno a la “planificación” y la “regulación”
de la economía, la nacionalización de la industria, la eliminación del desempleo,
etc. El Estado imperialista inglés —dicen los laboristas— actúa en interés del
pueblo entero y es capaz de transformar el capitalismo en socialismo.
Conclusión
Los apologistas del capitalismo se esfuerzan por demostrar que el Estado
burgués puede dominar –regulándolas– las leyes anárquicas del mercado y realizar
una planificación, sin renunciar, por supuesto, a la propiedad capitalista.
En realidad, el Estado burgués es incapaz de introducir en la economía los “principios
de la planificación”, porque lejos de tener en sus manos la economía, él mismo se
entrega a la anárquica economía capitalista.
Bajo el régimen de “regulación” estatal, la competencia toma formas siempre
más ásperas. En el interior del grupo dominante de los monopolistas, se realiza
una lucha por la repartición del pastel ofrecido por el Estado: órdenes de
compra lucrativas, subvenciones, precios altos, demanda para el consumo. Feroces,
los monopolistas, se disputan, unos contra otros, la influencia sobre el
aparato del Estado, los cargos ministeriales, las funciones de mayor interés en
la administración, inclusive los organismos de “regulación”. En suma, la capa dominante
de los monopolistas se traba en un combate a muerte contra las pequeñas y
medianas empresas, y contra las demás empresas que están fuera de su órbita, y,
en ese combate, los tiburones del capital monopolista se apoyan en el poder del
Estado burgués. El Estado es, así, una fuerza que, lejos de atenuar la lucha
entre los competidores, sólo sirve para atizarla.
Una ilustrativa manifestación de la anarquía económica durante la Segunda
Guerra Mundial fue el mercado negro, que alcanzó extraordinaria amplitud en
todos los países capitalistas beligerantes. Representaba un medio, entre otros,
de eludir las medidas regulatorias dictadas por el Estado. Una parte importante
de las materias primas iba hacia el mercado negro, aunque estuviesen racionadas
por el Estado en razón de su escasez; y eran las grandes firmas, ellas mismas, las
que tomaban la iniciativa de esas operaciones. El jefe del departamento de
producción de guerra de los Estados Unidos, Nelson, reveló, en 1942, que
numerosas empresas industriales formulaban pedidos ficticios de materias
primas, para revenderlas en seguida a precios ilícitos.
Las ganancias de los capitalistas norteamericanos aumentaron durante la
guerra en proporciones extraordinarias. En el periodo 1936-1939, alcanzaron un
promedio anual de 424% en las plantas de carne en conserva, de 772% en las
empresas textiles, de 1046% en los grandes almacenes, de 1500% en las fábricas
de cuero.
Pero además de sus enormes ganancias, los monopolistas norteamericanos también
se aprovecharon ampliamente de las subvenciones del Estado. En julio de 1946, las
subvenciones concedidas por el presidente Truman a la producción de carne en
conserva se elevaron a 595 millones de dólares, mientras que el total de las ganancias
de las compañías interesadas había alcanzado los 153’193,000 dólares en 1944,
contra 22’392,000 en 1939.
Ante estos hechos, es perfectamente absurdo afirmar, como lo hacen con la
mayor seriedad del mundo ciertos economistas burgueses, tales como el inglés
Clark, que “el deseo del capital de obtener ganancias elevadas ya no representa
un papel importante en las condiciones de la economía de guerra”.
[10]
Los hechos están ahí para demostrar que la carrera por las ganancias es el
móvil de la producción capitalista, tanto en tiempos de guerra como en tiempos
de paz.
Notas:
[1]
“Economic Concentration and World War II”, pág. 19 — Informe presentado al
Senado de los Estados Unidos, 1946.
[2]
“Economic Concentration and World War II”, págs. 32 y 33 — Informe presentado al
Senado de los Estados Unidos, 1946.
[3]
“Economic Concentration and World War II”, pág. 24 — Informe presentado al
Senado de los Estados Unidos, 1946.
[5] De la revista “Economie mondiale et
politique mondiale”, 1946, n° 12, Suplemento estadístico, págs. 24 y 30.
[6] De la revista “Economia
Mondiale et politique mondiale”, 1946, n° 12, Suplemento estadístico, pág. 31.
[7] De la revista “Economie
mondiale et politique mondiale”, 1946, n° 12, Suplemento estadístico, pág. 31.
[9]
P. Lensch — “Die deutsche Sozialdemokratie und der weltkrieg”, pág. 63.
[10] Clarck — “Economic Effort of War”, London,
1940.
Fuente: “Problemas” - Revista
Mensual de Cultura Política nº 12, Julio de 1948. Publicado en Marxist Internet
Archive (Marxists.org)
Traducción para “Crítica Marxista-Leninista” de
Facundo Borges.