domingo, 23 de febrero de 2014

El “Stalin” de Trotsky

No es difícil ver que el  “historiador” Trotsky es un historiador prejuiciado, sesgado, subjetivo. En oportunidades anteriores hemos presentado artículos de trotskistas y filotrotskistas que no tienen otra alternativa que reconocer esas  “cualidades” de Trotsky en su condición de historiador, cualidades imposibles de ocultar y que se pueden observar en las principales obras históricas de Trotsky, como  “Historia de la revolución rusa”. Presentamos a continuación un artículo escrito por Isaac Deutscher, biógrafo y apologista de Trotsky, en la que igualmente no puede menos que advertir que su ídolo se mueve en las miasmas de la falsedad, la distorsión y la calumnia. Es cierto que el objetivo del artículo de Deutscher es tratar que el lector sea “comprensivo” con los nefastos motivos del autor de la  “biografía” de Stalin y presentarlos adecentados como un contraste de ideas y personalidades. Por supuesto, no tiene éxito en eso. Sin embargo, en esa fallida tarea, Deutscher da algunas pinceladas de algunos  “errores” que Trotsky comete -esta vez- en su libro  “Stalin”.


El Stalin de Trotsky
Isaac Deutscher
(1948)
 

 
La “evaluación” de Stalin realizada por Trotsky es uno de los documentos trágicos de la literatura moderna. El lector contemporáneo todavía no puede ver al héroe de este libro ni a su autor en la perspectiva de la historia, y, en consecuencia, no es fácil definir su valor como documento. El tren de los acontecimientos, al que pertenece la enemistad de los dos hombres, aún no ha recorrido todo su camino. Incluso la publicación del libro, independientemente de las intenciones de su autor, se ha convertido en un incidente menor en la controversia contemporánea entre Oriente y Occidente. El libro estuvo listo para su publicación en los Estados Unidos ya en 1941. Los editores norteamericanos suspendieron su publicación en deferencia al líder de una poderosa nación aliada. Por tal razón, recién vio la luz en los Estados Unidos en 1946, después de que las relaciones entre los antiguos aliados se enfriaran, y la opinión diera el notable viraje desde la admiración por Rusia en tiempos de guerra hacia las agudas suspicacias de la postguerra. De esta forma, el testimonio de Trotsky está siendo utilizado para desacreditar a Stalin. Pro captu lectoris habent sua fata libelli[1].
 
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Lo que los editores de Trotsky nos presentan ahora no es una biografía de Stalin, sino una acusación contra él. Es un libro que presenta todas las huellas de la tremenda presión nerviosa bajo la que vivió su autor durante sus últimos trágicos años. Cuando Trotsky lo escribió tenía tras de sí más de diez años de frustrante aislamiento, diez años en el curso de los cuales erró sin sosiego, en constante peligro de muerte, de un refugio inseguro a otro. Estaba angustiado por la pesadilla de los procesos de Moscú, en los que había sido señalado como el centro de la más siniestra conspiración. Todos sus hijos habían muerto en circunstancias misteriosas que le inducían a creer que habían caído víctimas de la venganza de Stalin. Por último, mientras todavía estaba trabajando en su libro, el 20 de agosto de 1940, fue abatido por un asesino, que presumiblemente ejecutaba un veredicto de Moscú. Trotsky sólo acabó los primeros siete capítulos; los demás se ensamblaron y editaron basándose en notas del autor, aunque no siempre de estricto acuerdo con la tendencia de pensamiento de Trotsky. Trotsky hubiera protestado contra la frase de Mr. Malamuth, “la tendencia hacia la centralización, ese seguro precursor del totalitarismo”, o contra su descripción del mariscal Pilsudski como “libertador de Polonia”. Por lo tanto, no es nada sorprendente que este libro póstumo carezca de la envergadura y el brillo que caracterizó su monumental Historia de la revolución rusa”. Como pieza literaria es decepcionantemente rudimentaria y a veces incoherente. Aún así, hay que decir que muchas de sus páginas están iluminadas por relámpagos de genio, epigramas y dichos que pueden pasar a la historia. 

“De los doce apóstoles de Cristo [dice Trotsky en la página 416 refiriéndose a los procesos de la purga] sólo Judas salió traidor. Pero si hubiera logrado el poder, habría presentado como traidores a los otros once apóstoles, sin olvidar a los setenta discípulos menores que menciona san Lucas”.

Y así es cómo el propio Trotsky resume su acusación de Stalin:

L’Etat c’est moi (el Estado soy yo) es casi una fórmula liberal comparada con las realidades del régimen totalitario de Stalin. Luis XIV se identificaba a sí mismo con el Estado. Los papas de Roma lo hacían con el Estado y la iglesia, pero sólo durante la época del poder temporal. El Estado totalitario va más lejos que el cesaropapismo, pues ha abarcado también toda la economía del país. Stalin puede decir muy bien, a diferencia del Rey Sol: La société c’est moi”.

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El encono de Trotsky hacia Stalin es ilimitado. No obstante, la afirmación de que el rencor dirigía su pluma con demasiada frecuencia, tiene que tomarse con reservas. Como historiador y biógrafo, Trotsky trata los hechos, las fechas y las citas de un modo concienzudo casi hasta la pedantería. Donde se equivoca es en las construcciones que hace sobre los hechos. Yerra en sus inferencias, en sus conjeturas. No pocas veces sus pruebas se basan en rumores dudosos. A esa categoría corresponde la oscura, vaga y contradictoria sugerencia de que en su lucha por el poder, Stalin pudo haber acelerado la muerte de Lenin. No obstante, por regla general su conciencia de historiador le hace trazar una clara línea de distinción entre los hechos y sus propias construcciones y conjeturas, de modo que el lector con sentido crítico puede reconocer el riquísimo material biográfico, y formarse sus propias opiniones. 
 
Es posible que los lectores ingleses del libro encuentren su método de exposición excesivamente aburrido, reiterativo y pedante. El autor profundiza con implacable suspicacia en todos los detalles de la vida de su adversario. Armado de un formidable arsenal de citas y documentos, polemiza extensamente. Frecuentemente expresa su acuerdo o su desacuerdo con otros biógrafos de Stalin, muchos de los cuales apenas merecen ser tomados en serio, y es patético que este gran luchador político y literario dirija todos sus cañones de grueso calibre contra las liebres y los conejos que recorren por el campo frente a él.
 
Sin embargo, Trotsky no escribió su libro con la mirada puesta en ningún público angloparlante u occidental. Tampoco estaba sumamente interesado en su éxito inmediato. En cambio, en sus pensamientos, él se dirigía a un público ruso, al que esperaba que en última instancia llegasen sus palabras, aunque tal vez no durante su vida. Había una nueva generación rusa habituada desde la cuna al culto de Stalin y educada en historias de la revolución de las que se había borrado cuidadosamente el nombre de Trotsky y todo lo que éste representaba. Era en beneficio de esa generación que él se proponía, paso a paso, destruir el culto stalinista, reafirmar su propio papel en la revolución y reafirmar lo que él consideraba los principios prístinos del bolchevismo. El futuro demostrará si su trabajo fue inútil o no. En diez o veinte años su “Stalin” puede llegar a constituir una gran experiencia espiritual para la intelectualidad rusa, un estímulo para alguna extensa e impredecible “transmutación de valores”. Es posible que una nueva generación rusa encuentre en el trotskismo (junto con un intento obviamente conservador y quijotesco de llevar de nuevo el reloj de la historia rusa a 1917) un punto de partida para una nueva tendencia de ideas, lo mismo que los progenitores del socialismo francés encontraron un punto de partida en Babeuf.] 
 
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No obstante, no es difícil de ver la debilidad de la acusación trotskista. Aparece claramente, por ejemplo, en los siguientes pasajes de la página 336: 
 
“Esta disparidad fundamental tiene su ejemplo... en la singularidad de la carrera de Stalin comparada con las carreras de los otros dos dictadores, Mussolini y Hitler, cada uno de ellos iniciador de un movimiento, ambos agitadores excepcionales y tribunos populares. Su exaltación política, por fantástica que parezca, se produjo por su propio impulso a la vista de todos, en conexión inquebrantable con el desarrollo de los movimientos que encabezaron desde su arranque. Completamente distinto es el carácter de la subida de Stalin. No puede compararse con nada de tiempos pasados. Parece no tener prehistoria. El proceso de su elevación transcurrió en alguna parte, tras una cortina política impenetrable. En un determinado momento, su figura, en la panoplia del poder, se desprendió súbitamente de la pared del Kremlin, y por primera vez el mundo se dio cuenta de Stalin como dictador ya hecho así... 
 
“Las acostumbradas comparaciones oficiales entre Stalin y Lenin son sencillamente indecorosas. Si la base de comparación es la expansión de la personalidad, es imposible parangonar a Stalin ni siquiera con Mussolini o Hitler. Por pobres que sean las “ideas” del fascismo, los dos victoriosos caudillos de la reacción, el italiano y el alemán, desde el comienzo mismo de sus respectivos movimientos desplegaron iniciativa, impulsaron a las masas a la acción, abrieron nuevas rutas a través de la jungla política. Nada de esto puede decirse de Stalin”. 
 
Esas palabras, escritas mientras Rusia estaba entrando en su segunda década de economía planificada –es decir, varios años después de la colectivización de veintitantos millones de granjas—, tenían un sonido suficientemente irreal incluso hace ocho o nueve años; hoy suenan fantásticas. El retrato que Trotsky hace de Stalin está coloreado por el desprecio, comprensible pero irrazonable, de un hombre de letras y pensador original hacia un hombre de acción muy poderoso, aunque gris y algo torpe. Trotsky subestimó a su adversario hasta el punto de llegar a ver la figura de Stalin como un deus ex machina “desprendiéndose súbitamente de la pared del Kremlin”. Pero Stalin no pasó de ese modo al primer plano. Las propias revelaciones de Trotsky dejan perfectamente claro que, desde la revolución de Octubre, Stalin fue siempre uno de los muy pocos (tres o cinco) hombres que ejercieron el poder; y que su influencia práctica, aunque no ideológica, en el grupo gobernante sólo fue inferior a Lenin o Trotsky.
 
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No fue sólo la personalidad de Stalin lo que Trotsky subestimó. Subestimó también la profundidad y la fuerza de los cambios sociales que condujeron a Stalin a un primer plano, pese a que él mismo había sido el primero en interpretar esos cambios. Trotsky veía a Stalin como el líder de una “reacción termidoriana” de la revolución, como el jefe de una nueva jerarquía burocrática, el iniciador de una nueva tendencia nacionalista resumida en la fórmula del “socialismo en un solo país”. Durante las décadas de 1920 y 1930, Trotsky culpó a Stalin por todas las derrotas que el comunismo sufrió en el mundo. En esas críticas había parte de verdad, especialmente en las devastadoras críticas de la política de la Komintern en Alemania, en vísperas de la era nazi. Pero el conjunto de sus acusaciones delata un grado de “subjetivismo” en Trotsky que es opuesto a su método marxista de análisis. En su concepción, Stalin aparece casi como el demiurgo, el demiurgo malo, de la historia contemporánea, el único hombre cuyos vicios han dominado los destinos de la revolución internacional. En ese punto la polémica de Trotsky huele menos a Marx que a Carlyle. 
 
¿Era Stalin el líder del Termidor soviético? En Francia la reacción termidoriana puso fin al Terror. No deshizo la obra económica y social de la revolución, pero le impuso un alto. Después del Termidor no tuvo lugar ningún cambio importante en la estructura social de Francia, en la que tanto había operado la revolución. El poder político pasó de la plebe al Directorio burgués. En Rusia, por el contrario, la revolución social no se detuvo con el ascenso de Stalin al poder. Por el contrario, los actos más completos y radicales de la revolución, la expropiación y colectivización de todas las fincas individuales, la iniciación de la economía planificada, no tuvieron lugar hasta la época de Stalin.
 
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Hay mucha más verdad en la otra acusación de Trotsky: la de que Stalin se erigió en jefe de una nueva burocracia que se había elevado sobre el pueblo. Contra la concepción rígida y totalitaria de la jerarquía de Stalin, Trotsky invocó el programa de la democracia soviética —es decir, del gobierno por el pueblo revolucionario— que los bolcheviques habían anunciado cuando tomaron el poder. Aquí, el precedente de su argumentación es inconfundible para el historiador: bajo el Directorio, Babeuf abogó por el retorno a la constitución jacobina de 1793. Sin embargo, el gobierno por el pueblo revolucionario en la Rusia de 1925 o 1930 era tan imposible como lo había sido en la Francia de 1797. Las masas revolucionarias habían agotado sus energías políticas en la guerra civil y habían desempeñado su papel. La fase “heroica” de la revolución había cedido su lugar al hastío y la apatía; el progreso de la nación ya no podía ser impulsado desde abajo, sino mediante la dirección desde arriba. Hasta aquí, la analogía entre el régimen de Stalin y la reacción termidoriana es correcta. 
 
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Lo que Trotsky subrayó fue la medida en que el paso de la “democracia soviética” al “control burocrático” había tenido lugar en el período leninista. Trotsky distingue entre las dos fases de la revolución, pero se resiste a admitir plenamente la conexión entre ellas. Es verdad que el leninismo era esencialmente no-totalitario; pero también es verdad que hacia el final de la guerra civil (digamos, en 1920 y 1921), bajo la presión de los acontecimientos, evolucionó gradualmente, a tientas,  casi de manera inconsciente hacia el totalitarismo. El nacimiento del totalitarismo bolchevique puede encontrarse, con un alto grado de precisión, en el X Congreso del partido en 1921. Fue sobre los cimientos puestos por el congreso de 1921 que Stalin edificó su régimen en años posteriores. Tanto Lenin como Trotsky pensaron en volver a un orden más democrático; pero es dudoso que, aun si Lenin hubiera vivido más, hubiesen podido hacerlo. Dejando a un lado las contrarrevoluciones fascistas coetáneas, que han sido de carácter predominantemente político y totalitarias a priori, ninguna revolución social histórica (ni la cromwelliana, ni la jacobina, ni la bolchevique) ha eludido la fase de “degeneración totalitaria”.
 
Lo principal en la acusación formulada por Trotsky es que Stalin abandonó la revolución mundial para sustituirla por el “socialismo en un solo país”. A los no-marxistas, la polémica sobre ese tema entre el trotskismo y el stalinismo les parece una disputa escolástica, aunque en el curso de la misma hayan rodado las cabezas de muchos líderes bolcheviques. Pero era más que eso. Lo que en realidad separaba a los dos antagonistas no era que uno de ellos “quisiera” la revolución y el otro no la “quisiera”, sino una diferencia fundamental en su apreciación del potencial revolucionario de las clases obreras de los países occidentales. 
 
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En el trotskismo subyacía la firme creencia de que al menos Europa estaba “madura para el socialismo”. Ésta era la tesis que había sido enunciada por Karl Kautsky, el “Papa” de la socialdemocracia internacional, a comienzos del siglo. Desde ese punto de vista, la revolución rusa era el preludio de una conmoción mucho más amplia. A ojos de Trotsky, los éxitos de la construcción socialista en Rusia sola eran muy poco en comparación con el gran crescendo en la prosperidad material, progreso cultural y libertad espiritual que podían esperarse de una economía socialista basada y planificada a escala europea. Trotsky estaba convencido de que el capitalismo europeo había perdido su vitalidad y que la clase obrera europea deseaba, de corazón, renunciar a los beneficios engañosos del reformismo en favor de la revolución. Dondequiera que el orden capitalista tuviese éxito en lograr un cierto grado de estabilización (fuese por medio de una cirugía fascista, o por medio de una suave cura reformista), la culpa a ojos de Trotsky, caía sobre los hombros de los dirigentes comunistas o social-demócratas. Trotsky decía frecuentemente que aunque la victoria del socialismo en Europa fuese remota, estaba sin embargo más próxima que el triunfo de una sociedad verdaderamente socialista, sin clases, en la “atrasada e incivilizada” Rusia. Para él Rusia se encontraba en la periferia de la civilización moderna. Esa periferia, indudablemente, contenía una fuerza poderosa; era la avanzadilla del socialismo. Pero al fin y al cabo las formas de la nueva sociedad no se lograrían en la periferia sino en el centro de la civilización moderna.
 
Stalin no ha formulado nunca muy explícitamente su propio pensamiento sobre este aspecto de la cuestión. En primer lugar, Stalin carece del talento Trotsky para la exposición de las ideas; pero, lo que es más importante, su actitud manifiesta un alejamiento de la tradición marxista. Su verdadero, aunque cuasi-esotérico, punto de vista ha sido sólo insinuado en su doctrina del “socialismo en un solo país”. Stalin no compartió nunca el optimismo de Trotsky acerca de la “madurez” de Europa para el socialismo, pero estimaba aún como muy formidable el poder de resistencia que le quedaba, en su conjunto, al orden capitalista. En las muchas crisis de política internacional en el período de entreguerras —por ejemplo, la crisis británica de 1926, el triunfo del nazismo en Alemania, el frente popular en Francia, la guerra civil española— Stalin fue mucho menos optimista que Trotsky en cuanto a la receptividad por parte de la clase obrera de las ideas de la revolución proletaria. Para Stalin, su particular forma de socialismo en Rusia era, y sigue siendo, mucho más importante que la posibilidad del socialismo en Occidente. Él se negaba a ver a Rusia condenada a la periferia de la civilización moderna, y confiaba en que estaba destinada a convertirse en la ciudadela de la nueva civilización socialista. El plan de Stalin era edificar y salvaguardar esa ciudadela, aunque los medios empleados para tal fin chocasen (como, por ejemplo, el pacto germano-soviético de 1939) o pareciesen chocar con los intereses de la clase obrera de otros países. Mientras Trotsky pensaba en términos de un doble impacto de Rusia sobre Occidente, y luego del Occidente socialista sobre Rusia. Stalin ve en el impacto unilateral de Rusia sobre Occidente el factor primordial y decisivo del destino del comunismo o del socialismo.
 
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Las doctrinas de Trotsky y de Stalin ven, por igual, la historia contemporánea como una rivalidad a escala mundial entre el capitalismo y el socialismo, una rivalidad históricamente tan legítima como lo fue la vieja lucha entre los sistemas sociales feudal y burgués. Stalin, a fin de cuentas, se ha inclinado a confiar en una evolución pacífica de esa rivalidad, que permita el desarrollo y la consolidación de la ciudadela rusa del socialismo. Trotsky puso más énfasis en las formas “cataclísmicas” de dicha rivalidad, y de manera especial en la “presión del mundo capitalista” que podría quizá derribar el edificio del socialismo ruso mucho antes de que éste pudiera ser terminado. Además, ese edificio, construido sobre cimientos ligeros y vacilantes, en un país “atrasado, semiasiático”, estaba, en su opinión, peligrosamente contrahecho en diversos aspectos, que no era sino una caricatura de socialismo. 
 
Desde que comenzó la controversia, hace aproximadamente un cuarto de siglo, los acontecimientos han sometido a las dos doctrinas antagónicas del comunismo a una continua prueba. La controversia sigue inacabada, aunque ya no se dirime en las filas del comunismo, porque la Cuarta Internacional de Trotsky nació muerta. Sin embargo, indirectamente, las doctrinas del stalinismo y del trotskismo están siendo sometidas a nuevas pruebas en las mesas de conferencias de la diplomacia internacional y en la inquietud social de Europa y Asia.
 
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A juzgar por dichas pruebas, el escepticismo de Stalin a propósito del temple revolucionario de la clase obrera europea parece hasta ahora mejor justificado que la confianza de Trotsky. Es verdad que a menudo ese temple ha sido desalentado como estimulado por las políticas de Stalin. Pero esto no resuelve el problema fundamental. Ninguna clase social dotada de un auténtico y significativo ímpetu permitirá que una influencia del exterior la aparte de sus objetivos esenciales. Si fuese correcto el punto de vista de Trotsky de que la influencia de Moscú ha actuado como un freno decisivo de la revolución europea, sólo demostraría la relativa debilidad del elemento proletario revolucionario en Europa occidental. Por lo demás, hoy Rusia ya no puede seguir siendo considerada como situada en la periferia de Europa. Al contrario, gran parte de Europa ha pasado a ser periférica de Rusia. Este solo cambio radical en el equilibrio internacional del poder puede ser argumentado por cualquiera para reivindicar, en términos comunistas, la doctrina de Stalin.
 
Pero, desde el punto de vista marxista, en modo alguno se puede desechar definitivamente la argumentación trotskista...
 

Nota de CM-L: La presente es una edición ligeramente modificada de la versión en español publicada en old.kaosenlared.net, cotejada con la versión en inglés de marxists.org, que lleva por título “Trotsky on Stalin”. Las citas de Trotsky han sido actualizadas a partir de la edición en español de “Mi vida”, también publicada en marxists.org
 
 
Descargar el texto completo de El 'Stalin' de Trotsky de Isaac Deutscher(1948) 

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[1] Pro captu lectoris habent sua fata libelli: Según la capacidad del lector, los libros tiene su destino