Las causas de la actual crisis siguen siendo motivo de estudio y debate. Los puntos de vista son variados e incluso en las filas de los que se llaman marxistas existen diferencias de interpretación, particularmente derivadas del papel del sector financiero en la economía y en el desencadenamiento de la crisis.
El siguiente texto fue publicado a finales de 2008, a un año de la declaración de la crisis. Corresponde al prefacio del libro que puede ser traducido como “La debacle de dos billones de dólares”. Realiza una breve y simple recapitulación de los sucesos ocurridos en el mercado financiero norteamericano durante el primer año de la crisis. Su autor, Charles R. Morris, es un banquero, abogado y autor estadounidense, conocedor del día a día de los mercados financiero y bursátil más importante del mundo. Más allá del recuento histórico, de la explicación de aspectos macroeconómicos relacionados con la crisis, de la exposición de los mecanismos e instrumentos financieros, etc., destacan tres cosas importantes: 1) la calificación de la crisis como una crisis financiera o crediticia y de la “estupidez” de la maquinaria financiera, 2) el rescate estatal de empresas privadas con dinero público y el reconocimiento de “los contribuyentes” tendrán que pagar los platos rotos, 3) la existencia de “dinero fácil” y la urgencia por encontrar mecanismos e instrumentos para canalizar ese exceso de dinero.
Presentar la crisis como una mera crisis “financiera” o caracterizar la economía como una “economía de casino” debido a la importancia de los mercados financieros y bursátiles, conduce a separar y contraponer artificialmente dos grandes sectores de la economía que constituyen una unidad, que se complementan, se condicionan mutuamente y están estrechamente vinculados: el sector real de la economía y el sector financiero. Conduce además a presentar a los agentes financieros y bursátiles como los culpables de las crisis de las últimas décadas, dominados por la ambición desmesurada de ganancias y su adicción al “casino” bursátil. De este modo, la crisis es explicada por la “estupidez de la maquinaria financiera”. Conduce a considerar como una solución de estas crisis la adopción de medidas para controlar, regular, supervisar y sancionar con mayor severidad a estos “desenfrenados” que arruinan la buena marcha del sector “real” de la economía, de las industrias, del comercio, de los servicios, etc., y debilitan la capacidad de “autorrecuperación” de la economía. Estos son, básicamente, los argumentos de la burguesía y sus economistas, son también los argumentos de los colaboradores de la burguesía en el movimiento obrero. Para ellos, en consecuencia, la alternativa es reformar el sistema, reforzarlo y perfeccionarlo.
Por otro lado, esta crisis revela también la creciente fusión entre los monopolios capitalistas y el Estado burgués, donde este último sirve exclusivamente a los intereses de los capitalistas monopolistas y desarrolla toda su actividad para profundizar la concentración y centralización de capital. Una vez más, como todos pudieron ver en la crisis actual, los monopolios privados fueron y son rescatados por el Estado, cuando están en dificultades. Las aportaciones de capital, los préstamos, las facilidades tributarias, etc. son medios que usa el Estado para transferir parte de la renta nacional a los monopolios capitalistas, a costa del corte de los servicios sociales a la población, de la reducción de salarios, de la intensificación de la productividad del trabajo y del aumento de los impuestos indirectos, que son de carácter regresivo porque gravan sin hacer distinción entre los ingresos y el patrimonio. Estos impuestos indirectos, como el impuesto al consumo, son pagados principalmente por los más pobres, para quienes representa una carga importante dado sus bajos ingresos. La clase obrera y el pueblo en general son los que siempre pagan las crisis.
El autor menciona el “dinero fácil” que permitió que abundara el crédito, que facilitó el aumento histórico del consumo personal, que provocó la creación de las “burbujas” inmobiliaria y bursátil. Ese dinero fácil no cayó del cielo, es el producto de la plusvalía extraída a la clase obrera que siempre está a la búsqueda de volver a ser capital y de alternativas de inversión que le brinden la ganancia máxima. Si esas alternativas no las encuentra en la reinversión en la propia empresa o en el propio sector o en empresas con las que pueda complementarse en su actividad económica, tiene que ir a otros sectores a encontrarlas. La creciente y despiadada explotación de la clase obrera y el pueblo trabajador ha producido y sigue produciendo –aun en época de crisis– ingentes ganancias para los capitalistas monopolistas, lo que lleva a que la competencia por oportunidades de inversión se haga más aguda. Mientras más plusvalía se produzca, como es el caso, mientras haya más plusvalía buscando transformarse en capital, las alternativas u oportunidades de inversión se reducen hasta llegar al punto de desembocar en una crisis de sobreproducción. Esta crisis de sobreproducción es la que ha estado también en la base de todas las crisis que se han sucedido en las últimas décadas.
Para el marxismo las crisis del capitalismo son crisis de sobreproducción, particularmente de sobreproducción de plusvalía, una plusvalía que no encuentra mercados que reditúen las ganancias que buscan. En la época del imperialismo confluyen la tendencia decreciente de la tasa media de ganancia con la voracidad del capitalismo monopolista por obtener la ganancia máxima. Desde la Gran Depresión de los años 1930, la economía norteamericana, por ejemplo, ha tratado de superar los problemas inherentes al capitalismo y dar impulso a su economía mediante el gasto militar, la realización de guerras y la preparación permanente ante nuevas aventuras belicistas, sumada a la creación de burbujas especulativas desde los años 1970, además de la expoliación, sojuzgamiento y empobrecimiento de países y pueblos que necesita como fuentes de materias primas y mercados para sus productos. Asimismo, la competencia monopolista es cada vez más aguda y la formación de bloques imperialistas se va acentuando, pese a la apariencia de una especie de ultraimperialismo que resuelve los problemas del mundo de manera colectiva y coordinada. Las condiciones maduran para un nuevo reparto del mundo.
La debacle de dos billones de dólares
Prefacio
Charles R. Morris
En algún momento de octubre de 2008, los mercados, finalmente, “lo hicieron” El mundo estaba atrapado en una perniciosa crisis crediticia y al borde de una recesión terrible. Los mercados bursátiles cayeron en todas partes, las monedas fluctuaron fuertemente y los préstamos interbancarios se paralizaron. Los gobiernos inyectaron billones de dólares en préstamos, aumentos de capital y rescates, mientras que los mercados de crédito permanecían “cerrados”. La Reserva Federal de los Estados Unidos, en un acto sin precedentes y expandiendo de forma unilateral sus poderes, inyectó US$ 1,1 billones en nuevos préstamos a bancos, a agentes de bolsa, a una compañía de seguros grande, a emisores de papeles comerciales y a fondos del mercado de dinero, en sólo seis semanas.
Un proyecto de rescate bancario de US$ 700 mil millones fue encajado a través del Congreso norteamericano con la promesa de que se llegaría a la “raíz” de la crisis mediante la compra de los activos tóxicos que poseían los bancos. Los gobiernos europeos, encabezados por Gran Bretaña, superaron el plan de rescate estadounidense con una estratagema mucho más centrada en aportaciones de capital directamente en los bancos. El secretario del Tesoro Henry Paulson, ex presidente de Goldman Sachs y un archienemigo de la intervención del gobierno, se vio obligado –a regañadientes– a hacer lo mismo, sólo para encontrar que la fila de peticionarios crecía con los días: no sólo bancos, sino también compañías de seguros, gobiernos estatales y fabricantes de automóviles. Se habló incluso de préstamos a los fondos de cobertura (“hedgefunds”).
Por primera vez, los ministros de Finanzas se dieron cuenta de lo mucho que los letales nuevos instrumentos financieros estadounidenses se habían metido en las carteras de inversión del mundo, y de hasta qué punto sus propios bancos, especialmente en Europa, habían emulado a los gigantes estadounidenses. La esperanza europea de que podía “desvincular” su economía de la economía de Estados Unidos se desvaneció, ya que el continente se deslizó hacia un crecimiento negativo. Los países petroleros –Rusia, Venezuela, Irán y los Estados Árabes– que habían vinculado su gasto a la gula infinita de los consumidores estadounidenses, vieron el abismo. Incluso economías como las de Corea, Taiwán y Brasil, que habían acumulado fuertes reservas y tenían un manejo en su mayor parte sólido se tambalearon ante las ráfagas de la tormenta. Islandia, que había tomado un camino más arriesgado, se declaró en bancarrota.
La crisis mundial, sin embargo, era en efecto “made in USA”, a pesar de los pecados de sus imitadores y compañeros de viaje. En el fondo, se trataba de una crisis de la clásica variedad “argentina”: una fiesta alimentada por la deuda, marcada por un exceso de consumo de bienes importados y el pavoneo de una nueva clase de super-ricos ostentosos, que no habían inventado nada y que no habían construido nada, excepto unas complejas cadenas de derechos en papel que la gente estúpida confundió con riqueza. Este era el mismo Estados Unidos, por supuesto, que había predicado el puritano “consenso de Washington” –aumento del ahorro, presupuestos equilibrados, mantener superávits comerciales– a raíz de las crisis latinoamericanas y asiáticas de las décadas 1980 y 1990.
Esta nueva edición del libro va a la imprenta en los primeros meses del segundo año de la Gran Crisis Crediticia Grande. Dado que la primera edición fue lanzada en noviembre de 2007, cuando la crisis se encontraba todavía en sus primeras etapas, un breve resumen del Año Uno está a la orden.
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Desde la perspectiva de hoy [2008], el final de la primavera de 2007 parece ser una época diferente. Los mercados financieros estadounidenses estaban inusualmente soleados, el gasto del consumidor crecía con fuerza, el mercado de crédito de grado de inversión estaba en auge, y las primas obligaban a invertir en tipos de deuda de mayor riesgo que estaban en su punto más bajo de todos los tiempos. El índice S&P 500 subió más de 9 por ciento sólo entre marzo y mayo.
El primer movimiento sísmico llegó a mediados de junio, cuando se dio a conocer que dos “hedge funds” hipotecarios de Bear Stearns no podían cumplir con los márgenes de reposición [obligatorios ante la pérdida en el valor de las inversiones que son utilizadas como colaterales o garantías de préstamos]. Una baja en la calificación de riesgo otorgada por Moody había reducido el valor de algunos de sus bonos basados en hipotecas de grado “subprime” [hipotecas de alto riesgo]. El fondo vendió algunos de sus bonos para recaudar dinero, pero resultó que la mayoría de los que quedaban no se podían vender a ningún precio. El valor de toda la deuda relacionada con hipotecas “subprime” se desplomó. La experiencia fue aterradora, pero las cabezas frías recordaron al mundo que las hipotecas “subprime” eran un pequeño mercado y que el problema era “limitado”.
Poco después, en todo el mundo comenzaron a surgir problemas relacionados con los “subprime”. Un “hedge fund” londinense de US$ 900 millones cerró sus puertas. Hubo una corrida en un prestamista hipotecario grande en Londres. Los bancos alemanes y suizos reconocieron en sus estados financieros grandes pérdidas en el valor de sus activos de inversión. En agosto, la Reserva Federal y el Banco Central Europeo inundaron sus economías con dinero fresco.
Alarmantes nuevas revelaciones se esparcieron. Los grandes bancos, especialmente el Citigroup, al parecer, habían realizado cientos de miles de millones de préstamos a largo plazo a misteriosas entidades fuera de balance llamados SIV [Structured Investment Vehicles] que ellos financiaban a través del mercado de papeles comerciales de corto plazo. El impacto de la revelación paralizó los préstamos interbancarios. Además de eso, los bancos estaban sentados en cientos de miles de millones de dólares en compromisos de “préstamos puente” para financiar adquisiciones de participación en el capital de ciertas empresas, adquisiciones altamente apalancadas [financiadas con deuda]. Pero los bancos habían asumido que ellos serían capaces de vender esos préstamos en los mismos mercados que ahora se estaban ahogando con papeles “subprime”, de alto riesgo. Los bancos trataron de salirse de los compromisos. Las demandas legales empezaron.
La Reserva Federal fue al rescate, con un recorte agresivo en la tasa básica de préstamos a corto plazo, primero en septiembre y después en octubre. Se cantaron Hosannahs a Ben S. Bernanke –en aquel entonces recién instalado como presidente de la Fed–, el mercado de valores subió y los mercados de crédito regresaron a la vida.
Las pérdidas reveladas en los informes trimestrales de las utilidades bancarias, presentados en octubre, fueron impactantes –unos US$ 20 mil millones en pérdidas provenientes del menor valor de los activos financieros de los bancos, la mitad de ellas en Merrill Lynch y el Citi. Pero los mercados sintieron un alivio de que las malas noticias finalmente fueran públicas. El alivio se convirtió en horror apenas unos días más tarde, cuando Merrill y Citi reconocieron que habían subestimado sus pérdidas. Aún más alarmante, en noviembre, Gary Crittenden, el director financiero de Citigroup, dijo a los analistas que no sabía cómo estimar el valor de los complejos nuevos instrumentos en el corazón de los problemas de Citi.
El fiasco de octubre estableció el patrón para los próximos trimestres. Las pérdidas en los principales bancos siguieron creciendo, al igual que la incertidumbre sobre el valor real de los activos bancarios. Presidentes Ejecutivos fueron despedidos, a menudo pagándoseles mucho. (A Stan O'Neal, destituido como presidente ejecutivo de Merrill, se le pagó más de US$ 200 millones por sus servicios desde 2006 hasta el otoño de 2007.). Las intervenciones de la Reserva Federal fueron cada vez más extremas. En diciembre, la Fed trató de volver a inyectar liquidez a los bancos, dándoles bonos del Tesoro a cambio de algunos de sus instrumentos de crédito de más riesgo. Durante la primavera, amplió firmemente el tipo de instrumentos que aceptaría como colateral y la gama de empresas financieras a las que prestaría, pero el efecto de sus sucesivas intervenciones disminuía de forma constante. Los nerviosos mercados se tambaleaban continuamente al borde del pánico.
El primer banco en venirse abajo fue Bear Stearns, en marzo de 2008. Al igual que todos los bancos de inversión, sus carteras de negociación estaban altamente apalancadas [basadas en préstamos] y dependían del financiamiento a corto plazo. Como crecieron las dudas acerca del valor de su grande y poco transparente cartera hipotecaria (que podía ser valorada sólo por los modelos internos de Bear), los prestamistas finalmente se negaron a refinanciar sus líneas de crédito. Se evitó la bancarrota mediante una fusión forzada con JP Morgan.
Las fichas del dominó se caían. Countrywide Financial, el mayor prestamista hipotecario de los Estados Unidos, fue rescatado por Bank of America en mayo. En agosto, sorprendentemente, Fannie Mae y Freddie Mac, los gigantes prestamistas hipotecarios con unos US$ 5 billones de dólares en préstamos para la vivienda, fueron tomados directamente por el gobierno.
El siguiente en la guillotina fue Lehman Brothers, cuyos estados financieros excesivamente optimistas habían despertado la sospecha desde mucho tiempo atrás. Lehman era más grande de Bear Sterns, pero posiblemente en peores condiciones. Paulson y Bernanke habían presionado a Lehman durante mucho tiempo para que aumentara su capital. Pero el veterano presidente ejecutivo de Lehman, Richard Fuld, demoró y postergó esa opción hasta que finalmente se vio obligado a pedir ayuda del gobierno. Paulson decidió trazar una línea en la arena. Sin perspectivas de fusión, Lehman se declaró en bancarrota el 15 de septiembre.
El mismo fin de semana que se dejó que Lehman cayera, el gigante de los seguros AIG, que realizaba operaciones de alto riesgo fuera de su sede central, solicitó a la Fed un gran préstamo “temporal”, que fue sumariamente rechazada –ni siquiera era un banco. Pero AIG era el garante de US$ 300 mil millones de CDOs [CollateralizedDebt Obligations], respaldados por hipotecas estadounidenses, en manos de bancos europeos, con un valor en el mejor de los casos de cincuenta centavos de dólar por cada CDO. Esas garantías se caerían si AIG se cae, y obligaría a los bancos europeos a disminuir el valor de sus activos en unos US $ 150 mil millones. Las líneas telefónicas de los ministerios de finanzas timbraron, y en la noche del lunes, Paulson capituló con un préstamo de US$ 85 mil millones (que ahora ha crecido hasta US$ 123 millones de dólares) en condiciones muy duras.
Merrill vio la mano escribiendo en la pared y realizó un escape rápido en la medianoche [mediante una fusión] con Bank of America. Esa semana, tanto Morgan Stanley y el otrora invencible Goldman Sachs solicitaron a la Fed su conversión al estatus de banco supervisado por la Reserva Federal, cambiando su relativa libertad ante la regulación por la seguridad de una ayuda rápida en caso de crisis.
La quiebra de Lehman, sin embargo, fue un punto de inflexión. Ni siquiera Paulson o Bernanke sospechaban hasta qué punto sus valores se habían difundido a través del sistema financiero mundial. Los fondos mutuos de mercado de dinero son la fuente más importante de liquidez a corto plazo para los bancos, y uno de los más grandes de todos ellos, el Fondo de Reserva –c0n US$ 65 mil millones en valores de Lehman– anunció que el valor activo neto de cada participación del fondo era menor a 1 dólar [este hecho inusual es conocido comúnmente en la jerga especializada como “breaking the buck”], que no podía volver el sacrosanto 1 dólar por participación de los inversores. Todos los fondos del mercado monetario inmediatamente retiraron sus líneas de crédito, lo que provocó una crisis de liquidez global.
Mientras el pánico se propagaba en los mercados mundiales, Paulson y Bernanke anunciaron su plan de rescate de US$ 700 mil millones, en esa etapa nada más que en un memo de tres páginas. Casi todos los gobiernos europeos, encabezados por el primer ministro de Gran Bretaña, Gordon Brown, entraron en los mercados con fuerza. En noviembre, en el continente europeo había escasamente un banco importante que no recibió una gran inyección de dinero de los contribuyentes, mientras que la lista de los bancos estadounidenses que incluían al gobierno federal entre sus socios crecía casi día a día.
Sin embargo, desde que se escribió esto, siguen las corrientes descendentes del deprimente mercado de valores mientras los mercados de crédito permanecen semicatatónicos. Finalmente está tomando forma el entendimiento de que, en último análisis, éste no es realmente sólo un fenómeno bancario. Los problemas de Estados Unidos, y por lo tanto los del mundo, son más profundos que eso.
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Algunas sencillas operaciones matemáticas pueden contar la historia. Desde finales de la década de 1990, la participación del consumo personal en el PIB pasó de un promedio a largo plazo de alrededor del 66 por ciento hasta 72 por ciento a principios de 2007 –el nivel más alto jamás alcanzado en ningún lugar. Al mismo tiempo, nuestro déficit comercial creció desde cerca de 1,3 por ciento del PIB a mediados de la década de 1990 hasta un promedio de 4,8 por ciento del PIB en la primera década del nuevo siglo XXI. El aumento del gasto fue impulsado principalmente por los préstamos, sobre todo contra las casas como garantía.
De 2000 a 2007, los préstamos obtenidos mediante la hipoteca de casas para destinarlos al consumo personal, al pago de tarjetas de crédito y otras deudas de consumidor y al reacondicionamiento de casas totalizaron cerca de US$ 2,8 billones, una franja enorme de la actividad económica. En conjunto, representaba aproximadamente el 4 por ciento de los ingresos personales disponibles. Con la caída de los precios inmobiliarios, por supuesto, esas finanzas no desaparecieron.
La inundación de crédito fue bombeada por una nueva turbina crediticia –el “sistema bancario en la sombra” [legal, pero no sujeto a regulación bancaria]: “hedge funds”, bancos de inversión, mecanismos extracontables, y similares. A principios de 2007, según el Banco de la Reserva Federal de Nueva York, los préstamos de los bancos en la sombra eran más grandes que el sector bancario tradicional completo. (Ellos no prestaban directamente a los propietarios, pero compraban en grandes cantidades los documentos que representaban esos préstamos a los intermediarios de la banca hipotecaria).
Los rescates actuales perpetúan un error común de la burbuja de crédito: que tenemos un problema de liquidez antes que un problema de solvencia. Es una distinción crucial. Un par de ejemplos ilustran la diferencia.
Antes del desarrollo de los mercados de futuros de granos en la década de 1870, los agricultores estadounidenses tenían acceso limitado al capital, y los comerciantes tomaban un gran riesgo al comprar los granos y enviarlos al extranjero. Pero una vez que las entregas futuras pudieron venderse por dinero en efectivo, una manguera de bomberos regaba de inversiones las nueva “granjas industriales” de granos, que convirtieron a Estados Unidos en una Arabia Saudita de los alimentos. Los agricultores y los comerciantes de granos tuvieron un problema de liquidez que fue resuelto con brillantez por los mercados financieros.
Ahora consideremos la famosa, posiblemente legendaria, fiebre del bulbo de tulipán en la Holanda del siglo XVII. Cuando los precios del bulbo se dispararon, los operadores tomaron riesgos enormes utilizando las tenencias de bulbos como garantías para financiar nuevas operaciones, hasta que alguien se dio cuenta de que los bulbos de tulipán son, después de todo, sólo una especie de cebolla. Los precios se derrumbaron casi de la noche a la mañana. Ninguna suma de préstamos podía restaurar los precios del bulbo de tulipán, ya que las cebollas, después de todo, no tienen mucho valor. La historia de los bulbos de tulipán es una parábola de la insolvencia, no de la falta de liquidez. Y los problemas actuales de la deuda de la construcción y la vivienda, por desgracia, se ven más como el de los bulbos de tulipán.
A largo plazo, la apreciación del precio de la vivienda es de aproximadamente 1 por ciento por año más rápido que la tasa de inflación, siguiendo aproximadamente el crecimiento de los ingresos reales. Pero del 2000 hasta 2006, cuando la inflación era muy baja, los precios de mercado de las viviendas aumentaron en más del 14 por ciento al año –el más rápido y prolongado incremento de los precios jamás visto–, sin ninguna razón demográfica obvia que la explicara. Fue a la vez atraída y provocada por una inundación de financiamiento que hizo que fuera muy fácil comprar casas a bajo interés, con poco o ningún dinero de pago inicial.
Se compraba una casa con 5 por ciento de pago inicial, luego se veía subir su valor de mercado en un 10 por ciento neto de los costos por intereses durante tres años, y su inversión inicial de capital se multiplicaba por siete. Ahora compre una casa con un pago inicial de 1 por ciento, lo que era bastante común, y usted ha multiplicado más de treinta veces su capital. En los mercados de capitales eficientes de Estados Unidos, el valor de las viviendas subió rápidamente para reflejar el valor presente de las ganancias potenciales de capital, en lugar de tener un precio estable que un comprador podría financiar con los ingresos corrientes en condiciones normales de préstamo.
Los super-eficientes financistas permitían que cualquiera aprovechara las nuevas fuentes de crédito a la vivienda sin siquiera comprar o vender una casa, sólo bastaba con un apalancamiento con la casa que ya se poseía o se quería comprar. Los bancos estaban encantados de enviarle ofertas grandes de efectivo sobre el mayor valor de su casa. Era lo mismo que vender bulbos de tulipán a futuro.
Es imposible exagerar la estupidez de la maquinaria financiera de la primera década del nuevo siglo XXI. Para empezar, el apalancamiento es muy alto –en el mundo bancario en la sombra, frecuentemente hasta en una proporción de 100 a 1 [es decir, sólo el 1% es capital propio]. Por otra parte, los instrumentos favorecidos, como las obligaciones de deuda garantizadas (CDO), son altamente ilíquidos y difíciles de vender en un apuro. Peor aún, el método preferido para financiar las posiciones es recurrir a los mercados de dinero a la vista y otros instrumentos de corto plazo, por lo que son horrendos los descalces de activos y pasivos. Luego, esos CDOs –altamente apalancados, no líquidos y de corto plazo– y valores similares están construidos con de títulos valores que en sí mismos conllevan un alto riesgo de impago, principalmente hipotecas de alto riesgo [“subprime”] y los llamados “Alt-A” [Alternative A-Paper, hipoteca de riesgo menor que la “subprime”, pero mayor que una de bajo riesgo o A-Paper], e hipotecas sin documentación en regla. Por último, una nueva clase de arcanos derivados crediticios, completamente fuera del alcance de los reguladores, asegura que casi todas las carteras de los bancos estén “estrechamente unidas” como dicen los ingenieros, por lo que los fallos en una parte del sistema rápidamente se propagarían al resto. Un genio del mal no podría haber diseñado una estructura más propensa al desastre.
El enfoque en hipotecas de alto riesgo es especialmente revelador. Las políticas de dinero fácil de la Reserva Federal empujaron el rendimiento de las hipotecas de poco riesgo a un nivel tan bajo que los bancos no podían construir CDOs generadores de comisiones para el tipo de rendimiento que los inversores estaban buscando. Así que se centraron en los préstamos cada vez más riesgosos, incluso compitiendo para comprarles a los prestamistas de hipotecas de alto riesgo para asegurarles la fluidez de su mercado. En 2006, las hipotecas de alto riesgo representaron cerca del 40 por ciento de las hipotecas de todo origen. Un fenómeno similar ocurrió en una escala algo menor en las adquisiciones de empresas altamente apalancadas, de bienes raíces comerciales y en los préstamos de automóviles, todos ellos, en mayor o menor medida, el equivalente financiero de ventas a futuro de bulbos de tulipán.
Si la magnitud de la irresponsabilidad es asombrosa, lo fue en busca de ganancias igualmente sorprendentes. Los datos recopilados por el Departamento de Comercio muestran que el sector financiero recibió el 41 por ciento de todas las ganancias corporativas en el 2007. La irresponsabilidad del sector financiero fue igualada por la de sus reguladores. La razón por la que todas las naciones desarrolladas regulan sus sectores financieros es precisamente porque los jugadores con un muy alto grado de apalancamiento pueden obtener grandes ganancias arriesgando el dinero de otros. Cuando sus riesgos a salen mal, sin embargo, los costos tienden a recaer en el público, como está ampliamente demostrado por los acontecimientos de los últimos meses. Excepcionalmente, los Estados Unidos adoptaron una marcada actitud de no intervención hacia el sector financiero a lo largo de la década de 2000, lo que garantiza que los contribuyentes finalmente recogerán las tempestades.
Fuente: Charles R. Morris, "The Two Trillion Dollar Meltdown. Easy Money, High Rollers, and the Great Credit Crash", Public Affairs, New York, 2008)
Traducción para "Crítica Marxista-Leninista" de Thiago R.