XXVI
Corrían raudos los días, uno tras otro, impidiéndole a la
madre pensar en el Primero de Mayo. Sólo por las noches, cuando, rendida por el
ajetreo ruidoso de la jornada, metíase en la cama, se le oprimía el corazón
suavemente:
“¡Ojalá pase pronto!...”
Al amanecer rugía la sirena de la fábrica, Pável y Andréi
bebían el té a toda prisa, tomaban un bocado y se marchaban, dejando a la madre
una multitud de pequeños encargos. Y durante todo el día, ella se revolvía como
una ardilla enjaulada; hacía la comida, preparaba una especie de gelatina color
lila para imprimir las proclamas y cola para pegarlas, venían algunas personas,
le entregaban esquelas para Pável y desaparecían, dejándola contagiada de su
excitación.
Casi todas las noches eran pegadas en las vallas hojas
llamando a los obreros a festejar el Primero de Mayo; aparecían incluso en las
puertas de la jefatura de policía, y se encontraban a diario en la fábrica. Por
las mañanas, la policía iba recorriendo el arrabal y, blasfemando, arrancaba de
las vallas los papeles color lila; pero a la hora de comer, de nuevo
revoloteaban las hojas por las calles, para ir a caer a los pies de los
transeúntes. Enviaban agentes de la ciudad, los cuales, apostados en las
esquinas, escudriñaban con la mirada a los obreros que, alegres y animados,
salían de la fábrica para comer o volvían a ella. A todos les gustaba ver a la
policía impotente, y hasta los obreros de más edad se decían unos a otros
riendo:
– ¡Hay que ver lo que hacen! ¿Eh?
Por doquier se formaban grupitos de gente que discutía
con calor el inquietante llamamiento. La vida hervía; en aquella primavera, se
había vuelto más interesante para todos y a todos les traía algo nuevo; a unos,
un motivo más de irritación que les hacía maldecir, con rabia, de los sediciosos;
a otros, una alarma imprecisa y una vaga esperanza, y a otros, a los menos, el
agudo goce de saber que constituían una fuerza capaz de despertar a todos.
Pável y Andréi casi no dormían por las noches, se
presentaban en casa momentos antes de tocar la sirena; ambos venían cansados,
roncos, pálidos. La madre sabía que organizaban reuniones en el bosque, junto
al pantano; tenía noticia de que en torno al arrabal patrullaban destacamentos
de policía montada, que los agentes de la secreta deslizábanse por todas
partes, atrapando y cacheando a los obreros cuando iban solos, disolviendo los
grupos; a veces, practicaban algunas detenciones. Comprendiendo que también
podrían detener cualquier noche a su hijo y a Andréi, casi lo deseaba;
parecíale que sería mejor para ellos.
[…]
...Y al fin llegó el día aquel: el Primero de Mayo.
Rugió la sirena, exigente y autoritaria, igual que
siempre. La madre, que no había podido pegar ojo en toda la noche, se tiró de
la cama, encendió el samovar, preparado desde la víspera, y se disponía ya a
llamar, como de costumbre, a la puerta del hijo y de Andréi, cuando reflexionó,
dejó caer el brazo con desaliento, sentóse junto a la ventana y apoyó la
mejilla en la mano, como si le doliesen las muelas.
Por el cielo, de un azul pálido, bogaban con rapidez
bandadas de ligeras nubecillas rosáceas y blancas, semejando grandes pájaros
que volaran asustados por el sonoro rugido del vapor. La madre miraba a las
nubes y prestaba atención a sí misma. Tenía la cabeza pesada, los ojos
hinchados y secos por el desvelo de la noche. En su pecho reinaba una calma
extraña, su corazón latía acompasado, y pensó en las cosas de la vida diaria...
“He puesto demasiado temprano el samovar, ¡el agua ya
está hirviendo! ¡Que duerman hoy un poco más! Están rendidos los dos...”.
Un rayo de sol matinal atravesó la ventana, jugueteando
alegremente; ella le ofreció la mano, y cuando, luminoso, se le posó en los
dedos, lo acarició suavemente con la otra mano con sonrisa pensativa y
cariñosa. Luego, se levantó, quitó el tubo al samovar, procurando no hacer
ruido, se lavó y se puso a rezar, santiguándose con fervor y moviendo los
labios en silencio. Tenía iluminado el rostro, y su ceja derecha unas veces se
alzaba lentamente, otras, descendía de pronto...
La segunda llamada de la sirena vibró con menos fuerza,
sin tanta seguridad, con un temblor en el sonido empañado y espeso. A la madre
le pareció que rugía más tiempo que de ordinario.
– ¡Pável! ¿Oyes?
Uno de ellos golpeó el suelo con los pies descalzos y
bostezó con fruición...
– ¡El samovar está listo! –gritó la madre.
– ¡Ya nos estamos levantando! –contestó Pável
alegremente.
– Sale el sol –dijo el “jojol”–. Se van las nubes. ¡Hoy
están de más!
Y entró en la cocina, desgreñado, entumecido aún por el
sueño, pero alegre.
– ¡Buenos días, madrecita! ¿Qué tal ha dormido?
La madre se acercó a él y le dijo en voz baja:
– ¡Andréi, hijo, ve a su lado!
– ¡Naturalmente! –murmuró él–. Mientras estemos juntos,
iremos a todas partes el uno al lado del otro. ¡Sépalo usted!
– ¿Qué estáis cuchicheando ahí? –preguntó Pável.
– Nada, Pável.
– Me está diciendo que me lave bien, porque las muchachas
nos van a mirar –contestó el “jojol”, saliendo al zaguán a lavarse.
– “¡Levántate,
arriba, pueblo trabajador!” –tarareó Pável.
El día se iba haciendo cada vez más claro, disipábanse
las nubes al empuje del viento. La madre preparaba la mesa para tomar el té y
meneaba la cabeza, pensando en lo raro que era todo aquello: “Los dos bromean,
se ríen esta mañana, y al mediodía ¡quién sabe lo que les esperará!’... y ella
misma, sin saber por qué, sentíase tranquila, casi alegre.
Estuvieron bebiendo el té largo rato, tratando de acortar
la espera. Pável, como de ordinario, removía con la cucharilla, lenta y
minuciosamente, el azúcar del vaso, espolvoreó con cuidado un poco de sal en el
pan, en un cantero, su trozo preferido. El “jojol” movía los pies debajo de la
mesa, nunca podía ponerlos, de una vez, de una manera cómoda, y mirando cómo se
deslizaba por el techo y la pared un rayo de sol, reflejado por su vaso, dijo:
– Cuando yo era un chiquillo de unos diez años, me
entraron ganas de apresar el sol en un vaso. Cogí el vaso, me acerqué
furtivamente a la pared y ¡zas! lo estampé contra ella. Me hice una cortadura
en la mano, y me pegaron. Cuando me pegaron, salí al patio y vi el sol que se
reflejaba en un charco, y empecé a chapotear en él con los pies. Me salpiqué
todo de barro, y me volvieron a pegar... ¿Qué hacer? Empecé a gritarle al sol: “¡No
me duele, diablo pelirrojo, no me duele!” Y le sacaba la lengua. Eso me
consolaba.
– ¿Por qué te parecía pelirrojo? –le preguntó Pável
riéndose.
– Porque enfrente de nuestra casa vivía un herrero de
cara rubicunda y barba pelirroja. Era un buen hombre, alegre, y a mí se me
figuraba que el sol se le parecía...
La madre perdió la paciencia y dijo:
– ¡Mejor sería que hablarais de cómo vais a ir!...
– Cuando se habla de lo que ya está resuelto, no se hace
más que embarullar las cosas –le repuso el “jojol” con dulzura–. En caso de que
nos detengan a todos, madrecita, vendrá Nikoláí Ivánovich y le dirá lo que hay
que hacer.
– ¡Bueno! –dijo la madre suspirando.
– ¡Deberíamos salir a la calle! –dijo Pável soñador.
– No, por ahora, ¡mejor será estarse en casa! –replicó Andréi–.
¿Para qué hacerse ver de la policía? ¡Ya te conocen bastante bien!
Acudió Fedia Masin, radiante, con unas manchas rojas en
las mejillas. Lleno de emoción y de gozo, hizo más llevadera la espera.
¡Ya ha empezado! –anunció–. La gente se mueve. Salen a la
calle, dispuestos a todo. A las puertas de la fábrica están constantemente
Vesovschikov, Vasia Gúsev y Samóilov, pronunciando discursos. Muchos obreros se
han vuelto a sus casas. ¡Vamos, ya es hora! ¡Ya han dado las diez!
– ¡Yo me voy! -dijo Pável con decisión.
– Ya veréis –prometió Fedia–, después del almuerzo, ¡se levantará
toda la fábrica!
Y salió corriendo.
– Arde como un cirio al viento –musitó la madre, viéndole
marchar; levantóse y entró en la cocina, donde empezó a ponerse el abrigo.
– ¿A dónde va, madrecita?
– Con vosotros –contestó ella.
Andréi, tirándose de las guías del bigote, echó una
ojeada a Pável. Este, con rápido ademán, se alisó los cabellos y fue hacia
ella.
– Madre, yo no te diré nada... Y tú ¡no me digas nada
tampoco! ¿De acuerdo?
– De acuerdo, de acuerdo. ¡Sea como queréis! –balbuceó ella.
XXVII
Cuando salió a la calle y oyó en el aire el rumor de las
voces humanas, inquietas y expectantes, cuando vio por todas partes, en las
ventanas y a las puertas de las casas, grupos de gentes que seguían a su hijo y
a Andréi con miradas de curiosidad, se le nublaron los ojos y ante ellos empezó
a girar una mancha, cambiante de color, tan pronto de un verde transparente,
como de un gris opaco.
Saludaban a los jóvenes, y en los saludos había algo
especial. Su oído percibía observaciones sueltas, hechas a media voz.
– ¡Ahí van los cabecillas!
– No sabemos quién dirige esto...
– ¡Pero si yo no digo nada malo!...
En otro sitio, salió de un patio un grito de irritación.
– ¡Si los agarra la policía, están perdidos!...
– ¡No sería la primera vez!
Una voz exasperada de mujer voló medrosa desde una
ventana a la calle:
– ¡Vuelve a tus cabales! ¿Eres acaso soltero o qué?
Cuando pasaron junto a la casa del cojo Zosímov –que recibía
una pensión mensual de la fábrica por su invalidez–, éste asomó la cabeza por
la ventana, chillando:
– ¡Pável! ¡Te retorcerán el pescuezo por tus faenas! ¡Te
la estás buscando, canalla!
La madre se detuvo estremecida. El grito aquel había
despertado en ella un agudo sentimiento de ira. Lanzó una mirada al rostro
abotargado y gordo del tullido, y éste metió dentro la cabeza, profiriendo
insultos. Apretó ella el paso, dio alcance al hijo y, esforzándose por no
quedar rezagada, le siguió de cerca.
Parecía que Pável y Andréi no reparaban en nada, ni oían
los gritos que les dirigían. Marchaban tranquilos, sin apresurarse. Les detuvo
Mirónov, hombre ya entrado en años, modesto, respetado de todos por su vida
sobria y limpia.
– ¿Usted tampoco trabaja, Danilo Ivánovich? -preguntó
Pável.
– Tengo la mujer de parto. ¡Y el día es tan alborotado! –explicó
Mirónov, examinando fijamente a los camaradas, y preguntó en voz baja–:
Muchachos, dicen que queréis armar un escándalo al director, que le vais a
romper los cristales.
– ¿Acaso estamos borrachos? –exclamó Pável.
– Vamos a ir simplemente por la calle con banderas y
cantando canciones –dijo el “jojol”-. Escuche nuestras canciones, en ellas se
expresan nuestras creencias.
– ¡Ya conozco yo vuestras creencias! –repuso pensativo
Mirónov–. He leído las hojas. ¡Pero cómo, Nílovna! –exclamó sonriendo a la
madre con sus ojos inteligentes–. ¿Vas tú también al motín?
– Aunque sea ante
la muerte, ¡hay que ir al lado de la verdad!
– ¡Qué cosas se ven! –dijo Mirónov–. Al parecer, es
cierto lo que andan diciendo de ti; que llevabas a la fábrica libros prohibidos...
– ¿Quién dice eso? –preguntó Pável.
– ¡Cualquiera sabe... Io dicen! Bueno, hasta más ver.
¡Manteneos firmes!
La madre rió bajito. Le resultaba agradable que hablaran
así de ella. Pável le dijo sonriendo:
– ¡Te veo en la cárcel, madre!
El sol se elevaba cada vez más alto, comunicando su
tibieza al animoso frescor del día primaveral. Las nubes bogaban más
lentamente; sus sombras se iban haciendo más tenues, más transparentes. Se
deslizaban suaves por las calles y por los tejados de las casas, envolvían a
las gentes, era como si limpiaran el arrabal, llevándose el barro y el polvo de
muros y tejados y disipando el enojo de las caras. Todo se tornaba más alegre,
las voces se hacían más sonoras, ahogando el lejano ruido de las máquinas.
De nuevo, a oídos de la madre, deslizándose y volando
desde las ventanas y los patios, llegaban de todas partes palabras de inquietud
o de rabia, tristes o alegres, pero ahora sentía deseos de replicar, de
agradecer, de explicar, de mezclarse en la vida extrañamente abigarrada de
aquel día.
A la vuelta de una esquina, en una angosta callejuela, se
había congregado un centenar de personas y en el fondo de la multitud resonaba
la voz de Vesovschikov.
– ¡Nos exprimen la sangre como a los arándanos el jugo! –y
sus torpes palabras caían sobre las cabezas de la gente.
– ¡Es verdad! –contestaron a un tiempo varias voces con
sonoro rumor.
– ¡Se afana el muchacho! -dijo el “jojol”–. ¡Voy a
ayudarle!
Se agachó y, antes de que Pável pudiera sujetarle,
incrustó en la multitud, como un sacacorchos en un tapón, su cuerpo largo y
ágil. Resonó su armoniosa voz:
– ¡Camaradas! Dicen que en la tierra hay diferentes
pueblos: hebreos y alemanes, ingleses y tártaros. Pero yo no lo creo. Sólo hay dos pueblos, dos razas
irreconciliables: los ricos y los pobres. La gente se viste de diferente manera
y su lenguaje también es distinto, pero mirad cómo tratan los ricos, franceses,
alemanes, ingleses, al pueblo trabajador, y veréis que todos ellos son lo mismo
para el obrero: unos genízaros. ¡Así revienten todos!
En la multitud, alguien se echó a reír.
– Y si miramos por otro lado, veremos que el obrero
francés, como el tártaro y el turco, llevan la misma vida de perros que
nosotros, obreros rusos.
A la calle acudía cada vez más gente; unos tras otros, en
silencio, estiraban el pescuezo, se empinaban de puntillas y se introducían en
la callejuela.
– En el extranjero, los obreros ya han comprendido esta
sencilla verdad y hoy, en el día luminoso del Primero de Mayo...
– ¡La policía! –gritó alguien.
Viniendo de la calle, cuatro guardias de a caballo
entraron en la callejuela y, agitando las fustas, se lanzaron contra la
multitud, gritando:
– ¡Disolveos!
La gente, frunciendo el ceño, dejaba de mala gana paso a
los caballos. Algunas personas se subieron a las vallas.
– Han montado los cerdos a caballo, y gruñen: “¡Aquí
estamos nosotros, los jefes!” –gritó una voz sonora y atrevida.
El “jojol” se había quedado solo en medio de la
callejuela. Dos caballos se le vinieron encima, cabeceando. Se apartó a un
lado, al tiempo que la madre le agarraba de un brazo y tiraba de él
refunfuñona:
– Prometiste estar junto a Pável ¡y eres el primero en
meterte tú solo en el peligro!
– ¡Perdón! –dijo el “jojol” sonriendo.
Una fatiga angustiosa, extenuante, se iba apoderando de
Nílovna; se alzaba en su interior, haciendo que le diese vueltas la cabeza,
mientras la pena y la alegría se alternaban, de un modo extraño, en su corazón.
Deseaba que sonase cuanto antes la sirena, anunciando la hora del almuerzo.
Llegaron a la plaza, junto a la iglesia. A su alrededor y
en el pórtico apiñábanse, de pie o sentadas, unas quinientas personas: alegres
jóvenes y chiquillos. La multitud se agitaba, levantaba la cabeza, intranquila,
y miraba a lo lejos, en todas direcciones, aguardando impaciente. Se percibía
una exaltación imprecisa; algunos miraban distraídos, otros se hacían los
valientes. Murmuraban quedo sofocadas voces de mujeres, los hombres se volvían
de espaldas con enfado, de vez en cuando restallaban blasfemias en voz baja. Un
sordo rumor de voces hostiles envolvía a la abigarrada multitud.
– ¡Mítenka! –tembló suavemente una voz de mujer–. ¡No te
pierdas!...
– ¡Déjame! –se oyó en respuesta.
La reposada voz de Sisov se alzó tranquila y persuasiva:
– No, ¡nosotros no debemos abandonar a los jóvenes! Se
han vuelto más sensatos que nosotros, ¡viven con mayor audacia! ¿Quién nos
defendió en lo del kopek del pantano? ¡Ellos! ¡Hay que tenerlo presente! Por
eso los metieron en la cárcel, mientras que todos salimos ganando...
Rugió la sirena, ahogando con su negro sonido las
conversaciones de las gentes. La multitud se estremeció, los que estaban
sentados se pusieron en pie, y por un momento, todo quedó como petrificado,
como al acecho; muchos rostros palidecieron.
– ¡Camaradas! –se oyó, sonora y recia, la voz de Pável.
Una neblina seca, ardiente, quemó los ojos de la madre, y de un solo impulso de
su cuerpo, que había recobrado de pronto las fuerzas, se colocó detrás del
hijo. Todos se volvían hacia Pável, rodeándole, como las limaduras de hierro al
imán.
La madre le miró a la cara y no vio más que sus ojos,
orgullosos, audaces, abrasadores...
– ¡Camaradas!
¡Hemos decidido declarar abiertamente quiénes somos; hoy levantamos nuestra
bandera, la bandera de la razón, de la verdad, de la libertad!
Un asta blanca y larga se elevó en el aire, después
inclínóse, cortó a la multitud, se escondió entre ella y, al cabo de un
instante, se desplegó sobre las cabezas alzadas de la gente, como un pájaro
escarlata, el amplio lienzo de la bandera
del pueblo trabajador.
– ¡Viva el pueblo trabajador! –gritó Pável.
Centenares de voces le contestaron con un grito sonoro.
– ¡Viva el Partido Obrero Socialdemócrata, nuestro partido, camaradas, nuestra patria
espiritual!
La multitud hervía. A través de ella, abríanse paso hacia
la bandera los que comprendían su significado; junto a Pável se agruparon
Masin, Samóilov y los Gúsev. Agachando la cabeza, Nikolái apartaba a la gente,
mientras otros jóvenes, de encendidos ojos, a quienes la madre no conocía, la
empujaban.
– ¡Vivan los obreros de todos los países! –gritó Pável.
Con fuerza y alegría crecientes, le contestaba ya el eco de miles de voces que
estremecían el alma con su fragor.
La madre cogió la mano de Nikolái y la de alguien más;
ahogábanla las lágrimas, pero no lloraba, las piernas le temblaban y, trémulos
los labios, decía:
– Queridos míos...
Una ancha sonrisa se extendía por la cara picada de
viruelas de Nikolái, miraba a la bandera y, lanzando inarticulados gritos,
tendía la mano hacia ella; de pronto asió con aquella mano a la madre por el
cuello, le dio un beso y se echó a reír.
– ¡Camaradas! –sonó cantarina y dulce la voz del “jojol”,
dominando el sordo murmullo de la multitud–. Hemos emprendido ahora un camino penoso en nombre de un dios nuevo, ¡el
dios de la luz y de la verdad, el dios de la razón y del bien! Nuestro objetivo
final está lejos; las coronas de espinas, cerca. El que no crea en la fuerza de
la verdad, el que no tenga valor para defenderla hasta la muerte, el que no
confíe en sí mismo y tema los sufrimientos, ¡que se aparte de nuestro lado!
Llamamos junto a nosotros a aquellos que tienen fe en nuestra victoria; los que
no vean nuestro objetivo, que no vengan con nosotros, a ésos sólo les esperan
penas. ¡Formad filas, camaradas! ¡Viva la fiesta de los hombres libres!
¡Viva el Primero de Mayo!
La muchedumbre se hizo más compacta. Pável tremoló la
bandera, que se desplegó en el aire y ondeó hacia adelante, iluminada por el
sol, que sonreía ancho y rojo...
¡Reneguemos del
mundo caduco!...
–se alzó la voz sonora de Fedia Masin, y decenas de voces resonaron,
haciéndole eco, como una ola blanda y fuerte:
¡Sacudamos su
polvo de nuestros pies!...
La madre, con una sonrisa ardiente en los labios, iba
detrás de Masin, y por encima de su cabeza veía a su hijo y a la bandera. A su
alrededor aparecían y desaparecían alegres rostros, ojos de diferentes colores;
delante de todos iban su hijo y Andréi. Oía sus voces; la de Andréi, velada y
suave, se fundía en un solo sonido con la del hijo, pastosa y recia.
¡Levántate,
arriba, pueblo trabajador!
¡En pie, a la
lucha, la gente sin pan!
Y la gente corría al encuentro de la enseña roja,
gritaba, se fundía con la multitud, marchaba con ella de vuelta, y los gritos
se apagaban entre los sonidos de la canción; aquella canción que cantaban en
casa en voz más baja que otras, fluía en la calle sin trémolos, recta, con una
fuerza terrible. En ella se percibía un valor férreo, llamaba a los hombres a seguir una larga senda hacia el futuro,
advirtiéndoles lealmente de las penalidades del camino. En su llama, grande
y serena, se fundía la negra escoria de lo sobrevivido, la pesada bola de los
sentimientos habituales, y se quemaba, convirtiéndose en cenizas, el maldito
temor a lo nuevo...
Una cara, asustada y alegre, oscilaba junto a la madre, y
una voz temblorosa exclamó sollozando:
– Mitia, ¿a dónde vas?
La madre respondió sin pararse:
– ¡Déjele que vaya! ¡No se inquiete! Yo también tenía
mucho miedo. El mío va delante de todos. El que lleva la bandera ¡es mi hijo!
– ¿A dónde vais, condenados? ¡Allí está la tropa!
Y agarrando de pronto la mano de la madre con la suya
huesuda, la mujer, alta y delgada, exclamó:
– ¡Ay, querida mía! ¡Cómo cantan! Y Mitia también
canta...
– ¡No se inquiete! –murmuró la madre–. Esto es una causa
sagrada... Piense usted, ¡Jesús mismo no habría existido si los hombres no
hubieran muerto por él!
El pensamiento alumbró de pronto en su cabeza y la dejó
asombrada por su verdad, clara y sencilla. Miró al rostro de la mujer que le
apretaba el brazo con tanta fuerza, y repitió, con sonrisa de asombro:
– ¡No habría existido Cristo, si los hombres no hubieran
perecido por él, por la gloria de Dios!
A su lado surgió Sisov. Se quitó el gorro y, moviéndolo al
compás de la canción, dijo:
– Ya no se esconden, ¿eh, madre? Han inventado un cantar.
¡Y qué cantar! ¿Eh, madre?
El zar necesita
soldados para sus tropas,
Entregadle
vuestros hijos...
– ¡No tienen miedo a nada! –dijo Sisov–. Y mi pobre hijo,
en la sepultura...
El corazón de la madre latía con demasiada fuerza, y
empezó a quedarse rezagada. La empujaron con rapidez a un lado, la apretaron
contra una valla, y ante ella una densa ola humana empezó a deslizarse
balanceándose. La muchedumbre era numerosa, y esto le causó gozo.
¡Levántate,
arriba, pueblo trabajador!...
Hubiérase dicho que en el aire cantaba una enorme
trompeta de cobre, despertando a los hombres: en un pecho hacía surgir la
disposición para el combate; en otro, una vaga alegría, el presentimiento de
algo nuevo, una curiosidad ardiente; aquí suscitaba la palpitación de
esperanzas inciertas; allá daba salida al cáustico torrente de odio acumulado
en el correr de los años. Todos miraban hacia adelante, donde se balanceaba y
ondeaba al viento la bandera roja.
– ¡Ahí van! –rugió la voz entusiasmada de alguno–.
¡Bravo, muchachos!
Y el hombre, sintiendo, al parecer, algo grande, que no
podía expresar con las palabras habituales, soltaba terribles juramentos. Pero
también el furor, el furor sombrío y ciego del esclavo, silbaba como una
serpiente, retorciéndose en iracundas palabras, alarmado e inquieto por la luz
que caía sobre él.
– ¡Herejes! –gritaron desde una ventana con voz
desgarrada, amenazando con el puño crispado.
Y un aullido penetrante, lanzado por alguien, se metió en
los oídos de la madre:
– ¿Os levantáis contra Su Majestad el emperador, contra
Su Majestad el zar?
Ante ella aparecían y desaparecían al instante caras
perplejas, hombres y mujeres avanzaban saltando, corría la gente como negra
lava arrastrada por aquella canción, cuyos enérgicos sones parecían arrasarlo
todo a su paso, desbrozando el camino. Al mirar de lejos a la roja enseña, la
madre veía, sin verlo, el rostro del hijo, su bronceada frente y sus ojos,
encendidos por el luminoso fuego de la fe.
Ya estaba la madre a la cola de la multitud, entre gentes
que caminaban sin apresurarse, que miraban hacia adelante con indiferencia, con
la fría curiosidad del espectador que conoce de antemano el desenlace de lo que
se está representando. Iban andando y hablando con aplomo, sin alzar la voz:
– Hay una compañía junto a la escuela y otra en la
fábrica...
– Ha llegado el gobernador...
– ¿De veras?
– Yo mismo lo he visto, ¡ha llegado!
– A pesar de los pesares, ¡empiezan a tenernos miedo!
¡Hasta nos mandan tropas, y al gobernador y todo!
“¡Queridos míos!”, palpitó en el corazón de la madre.
Pero las palabras sonaban a su alrededor frías, muertas.
Apresuró el andar para alejarse de aquella gente y le fue fácil adelantar su
lento y cansino paso.
Y de pronto pareció que la cabeza de la multitud había
chocado contra algo; y su cuerpo retrocedió sin detenerse, con sordo rugido de
alarma. La canción se estremeció también; luego, se desbordó con mayor rapidez
y fuerza. Y de nuevo la densa ola de sonidos bajó, resbaló hacia atrás, las
voces del coro iban disminuyendo, callando una tras otra; se oían acordes
aislados, tratando de elevar la canción a su altura primitiva, de darle un
impulso hacia adelante:
¡Levántate,
arriba, pueblo trabajador!
¡Contra el
enemigo, la gente sin pan!
Pero en el llamamiento no se percibía la firme certeza de
todos, había ya en él un temblor de alarma.
Sin ver nada, sin saber lo que ocurría delante, la madre
empujaba a la gente, avanzando rápida; pero en dirección contraria retrocedían:
unos con la cabeza gacha y el entrecejo fruncido, otros sonriendo confusos, y
otros silbando burlonamente. Miraba ella con tristeza a sus caras, sus ojos
inquirían en silencio, suplicaban, llamaban...
– ¡Camaradas! –resonó la voz de Pável–. Los soldados son
también hombres como nosotros; no nos atacarán. ¿Por qué han de atacarnos?
¿Porque llevamos la verdad, necesaria para todos? Esta verdad es también
necesaria para ellos. Todavía no lo comprenden, pero ya se acerca el día en que
se pondrán a nuestro lado, en que marcharán, no bajo la bandera del pillaje y
del asesinato, sino bajo nuestra bandera de la libertad. Y para que comprendan cuanto antes nuestra verdad, debemos avanzar.
¡Adelante, camaradas! ¡Siempre adelante!
La voz de Pável resonaba firme, las palabras retumbaban
en el aire distintas y netas, pero el gentío se iba disolviendo; unos tras
otros se apartaban a la derecha o a la izquierda, hacia las casas, arrimábanse
a las vallas. La multitud tomó la forma de un triángulo cuyo vértice era Pável,
y sobre su cabeza flameaba bermeja la bandera del pueblo trabajador. La
multitud se asemejaba a un pájaro negro con las alas ampliamente desplegadas,
como al acecho para levantar el vuelo, y Pável era su pico...
XXVIII
Al fondo de la calle, cerrando el acceso a la plaza, vio
la madre alzarse un muro gris de gente, toda igual, sin rostro. Sobre sus
hombros relucían fría y finamente las agudas franjas de las bayonetas. Y del
muro aquel, silencioso e inmóvil, venía hacia los obreros un soplo gélido que
oprimía el pecho de la madre y le penetraba en el corazón.
Se deslizó entre la multitud hacia donde se encontraban
sus conocidos, que iban delante, junto a la bandera, y se fundían con los
desconocidos, como apoyándose en ellos. La madre se pegó a un hombre alto y
afeitado. El hombre era tuerto, y para mirarla, volvió bruscamente la cabeza.
– ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres? –preguntó.
– La madre de Pável Vlásov –contestó ella, sintiendo que
le temblaban las piernas y que, sin querer, se le caía el labio inferior.
– ¡Ah! –dijo el tuerto.
– ¡Camaradas! –gritó
la voz de Pável–. ¡Toda la vida,
adelante! ¡No tenemos otro camino!
Todo quedó en silencio, se percibía el más leve rumor. La
bandera irguióse, se balanceó y, flameando soñadora sobre las cabezas de la
gente, avanzó leve hacia el muro gris de los soldados. La madre se estremeció,
cerró los ojos y lanzó un gemido; sólo cuatro personas se habían destacado de
la multitud: Pável, Andréi, Samóilov y Masin.
En el aire tembló lenta la clara voz de Fedia Masin:
Vosotros...
caísteis...
–entonó.
En lucha...
fatal...
–corearon dos voces pastosas, bajando el tono, como dos penosos suspiros.
La gente dio unos pasos hacia adelante, golpeando discorde la tierra con los
pies. Y fluyó una nueva canción llena de energía y brío:
Disteis todo
cuanto podíais por ella...
–serpenteó como una cinta la voz de Fedia...
Por la
libertad...
–prosiguieron los camaradas, todos a una.
– ¡Ah-a-a! –gritó alguien, desde un lado, con mordaz
sarcasmo–. ¡Y empezáis a cantar el gorigori, hijos de perra!...
– ¡Zumbadle a ése! –restalló colérica una voz.
La madre se llevó ambas manos al pecho, echó una ojeada
en derredor y vio que la muchedumbre, que antes llenaba la calle en masa
compacta, permanecía indecisa, vacilante, mirando a los que se alejaban de ella
con la enseña. Tras ellos iban algunas decenas de personas, y cada paso que
avanzaban forzaba a alguno a saltar a un lado, como si el centro del camino
estuviera incandescente y quemara las plantas de los pies.
Caerá el
despotismo
–profetizaba la canción en labios de Fedia...
¡Y el pueblo se
levantará!...
–repitió amenazante y con seguridad un coro de potentes voces.
Pero a través de la corriente armoniosa, se infiltraban
cuchicheos:
– Está dando la voz de mando...
– ¡Descuelguen! –resonó delante un grito brusco.
En el aire se balancearon sinuosas las bayonetas,
descendieron y se enderezaron en dirección a la bandera, como si sonrieran
astutas.
– ¡De frente... march!
La madre miraba sin pestañear. La ola gris de soldados se
puso en movimiento y, extendiéndose a todo lo ancho de la calle, avanzó con
frialdad, con paso igual, llevando ante sí un rastrillo de separados dientes de
acero que centelleaban con fulgores de plata. A grandes pasos, se situó ella
cerca del hijo y vio que Andréi se adelantaba a Pável y le protegía con su
largo cuerpo.
– ¡A mi lado, camarada! –gritó bruscamente Pável.
Andréi cantaba, con las manos cruzadas a la espalda y la
cabeza erguida. Pável le empujó con el hombro y volvió a gritarle:
– ¡A mi lado! ¡No tienes derecho a ir delante de la
bandera!
– ¡Despejen! –gritó con voz aguda un oficialete bajito,
blandiendo su rutilante sable. Levantaba mucho las piernas al andar, sin doblar
las rodillas, golpeando, marcial, la tierra con los pies. El intenso brillo de
sus relucientes botas hirió los ojos de la madre.
A su lado, un poco más atrás, caminaba pesadamente un
hombre de elevada estatura, rasuradas mejillas, grandes bigotes blancos, largo
capote gris con forro grana y franjas amarillas en los anchos pantalones. Como
el “jojol”, llevaba las manos a la espalda y, arqueando mucho sus pobladas y
blancas cejas, miraba a Pável.
La mirada de la madre lo abarcaba todo; en su pecho
permanecía inmóvil un grito, pronto a escapar a cada suspiro; el grito aquel la
ahogaba, pero ella lo contenía, apretándose el pecho con las manos.
La empujaban, vacilaba sobre sus piernas, y seguía
avanzando, sin pensar, casi sin conocimiento. Sentía que detrás de ella la
gente decrecía de continuo, como si una ola de hielo saliera a su encuentro,
dispersándola.
Los que llevaban la bandera roja y la cadena compacta de
hombres grises se acercaban cada vez más, distinguíase ya con claridad la cara
de los soldados –estrecha franja de un color amarillento sucio, monstruosamente
aplastada, que se extendía a lo ancho de la calle–; en ella, incrustados de un
modo desigual, se veían ojos de diferentes colores, y delante centelleaban
cruelmente las finas puntas de las bayonetas. Dirigidas contra el pecho de las
personas, sin tocarles aún, hacían que se fueran separando una tras otra de la
muchedumbre, disgregándola.
La madre oía ya a sus espaldas las pisadas de los que
huían. Voces de desaliento y alarma gritaban:
– ¡Dispersaos, muchachos!...
– ¡Vlásov, echa a correr!
– ¡Atrás, Pável!
– ¡Deja la bandera, Pável! –dijo sombrío Vesovschikov–.
Dámela, yo la esconderé.
Empuñó el asta y la bandera se tambaleó hacia atrás.
–¡Suelta! –gritó Pável.
Nikolái retiró la mano, como si se hubiera quemado. La
canción se apagó. La gente se detuvo, formando en torno a Pável un círculo
compacto, pero él se abrió paso hacia adelante. Se hizo un silencio brusco,
repentino, como si hubiera bajado invisible de algún sitio y envolviera a los
hombres en una nube transparente.
Junto a la bandera había una veintena de hombres, no más,
pero todos permanecían firmes, atrayendo a la madre a impulsos de un
sentimiento de espanto por su suerte y un deseo impreciso de decirles algo...
– ¡Teniente, agárre usted eso! –resonó la voz sin
inflexiones del viejo alto. Y con el brazo extendido señaló la bandera.
El oficialete se puso de un salto junto a Pável, Cogió
con su mano el asta y gritó con voz chillona:
– ¡Suelta!
– ¡Aparte las manos! –dijo Pável con voz enérgica.
La enseña roja temblaba en el aire, inclinándose, ya a la
derecha, ya a la izquierda, para enderezarse de nuevo; el oficialillo salió
lanzado y fue a caer en tierra, donde quedó sentado. Junto a la madre, con una
ligereza impropia de él, se deslizó Nikolái con el brazo extendido ante sí y el
puño crispado.
– ¡Agarradlos! –rugió el viejo, dando una patada en
tierra.
Algunos soldados se abalanzaron impetuosos hacia
adelante. Uno de ellos levantó la culata; la bandera vaciló, inclinóse y
desapareció entre el puñado gris de soldados.
– ¡Ay! –exclamó alguien tristemente.
Y la madre dio un grito salvaje, como un alarido. Pero de
entre la turba de soldados le contestó la voz neta de Pável:
– ¡Hasta la vista, madre! ¡Hasta la vista, querida!...
“¡Está vivo! ¡Se acuerda de mí!”. Ambos pensamientos
hicieron latir su corazón con más fuerza.
– ¡Hasta la vista, madrecita mía!
Empinándose de puntillas y agitando los brazos, trataba
de verlos; sobre las cabezas de los soldados, distinguió el rostro redondo de
Andréi, que sonreía y la saludaba.
– ¡Queridos míos! ¡Andriusha! ¡Pável!... –gritó ella.
– ¡Hasta la vista, camaradas! –gritaron desde la multitud
de soldados.
Les contestó un eco reiterado, roto. Respondió desde las
ventanas, desde arriba, desde los tejados.
XXIX
La golpearon en el pecho. A través de la bruma que velaba
sus ojos, vio ante sí al oficialete; tenía el rostro congestionado, tenso, y le
gritó a la madre:
– ¡Largo de ahí, mujeruca!
Ella le miró de arriba abajo y vio a sus pies el asta de
la bandera, partida en dos; de uno de los trozos colgaba un retazo de tela
roja. Inclinándose, lo recogió. El oficial le arrancó el palo de las manos, lo
tiró a un lado y gritó pateando:
– ¡Largo de aquí, te digo!
Entre los soldados surgió potente y expandióse la canción:
¡Levántate,
arriba, pueblo trabajador!...
Todo daba vueltas, vacilaba, se estremecía. Vibraba en el
aire un ruido denso de alarma semejante al zumbido de los hilos telegráficos.
El oficial dio un respingo y chilló con rabia:
– ¡Silencio! ¡Dejen de cantar! Sargento Krainov...
La madre, tambaleándose, se acercó al trozo de asta
arrojado por el oficial y volvió a recogerlo.
– ¡Tápales la boca!...
La canción empezó a embrollarse, tembló, desgarróse y se
apagó. Alguien asió a la madre por los hombros, le dio la vuelta y la empujó en
la espalda...
– ¡Vete, vete!...
– ¡Despejen la calle! –mandó el oficial.
Diez pasos más allá la madre distinguió de nuevo una
multitud compacta. La gente aullaba, gruñía, silbaba y, retrocediendo
lentamente hacia el fondo de la calle, se iba desparramando por los patios.
– ¡Vete, diablo! –gritó junto a la misma oreja de la
madre un soldado joven y bigotudo, poniéndose a su lado, y la arrojó a la acera
de un empellón.
Ella echó a andar apoyándose en el asta; se le doblaban
las piernas. Para no caerse, se agarraba con la otra mano a las paredes y a las
vallas. Delante, retrocedía la gente; junto a ella y detrás, marchaban los
soldados gritando:
– ¡Largo, largo!...
Los soldados la adelantaron, ella se detuvo y miró en
derredor. Al final de la calle, había también soldados formando un espaciado
cordón que impedía el acceso a la plaza, ya vacía. Delante, movíanse también
las figuras grises, avanzando con lentitud hacia la gente...
Quiso ella volver sobre sus pasos, pero inconscientemente
siguió de nuevo hacia adelante; al llegar a una callejuela estrecha y desierta,
entró en ella.
Detúvose otra vez, lanzó un hondo suspiro y se puso a
escuchar. En algún sitio, delante, rugía la muchedumbre.
Apoyada en el asta, siguió andando, fruncidas las cejas,
bañada en repentino sudor, moviendo los labios, balanceando el brazo; en su
corazón brotaban como chispas las palabras; se inflamaban, apretujábanse,
quemándola con el deseo insistente e imperioso de decirlas, de gritar...
La callejuela torcía bruscamente hacia la izquierda, y al
doblar la esquina, vio la madre un grupo de gente, grande y compacto; una voz
decía fuerte, con energía:
– ¡No se lanza uno contra las bayonetas por hacerse el
valiente, hermanos!
– ¡Cómo se han portado! ¿Eh? Se les venían encima, y
ellos... ¡firmes! Firmes, hermanos, sin miedo...
– ¡Y qué templado el Pável Vlásov!...
– ¿Y el “jojol”?
– Con las manos a la espalda y sonriéndose, el demonio...
– ¡Queridos míos! ¡Buena gente! –gritó la madre,
penetrando entre la multitud. Ante ella se apartaban con respeto. Alguien dijo
riendo:
[...]
* Jojol:
Denominación popular que se da a los de habla ucraniana. (N. de la Edit.)
Tomado de Máximo Gorki, “La madre”,
Colección Octubre, Editorial Progreso, s/f, Moscú, págs. 187-211
Descargar el texto El Primero de Mayo en “La madre” de Maximo Gorki
que merecen considerarse:
¡Cuando una bandera roja cae, siempre hay un
revolucionario proletario
dispuesto a levantarla, enarbolarla y llevarla hacia
adelante… hacia la victoria!
¡Viva el Primero de Mayo clasista, combativo y revolucionario!
¡Viva la lucha de clase del proletariado internacional!
¡Proletarios de todos los países, uníos!